I
La Virgen de Occidente, ondina de los lagos,
la fada de ojos negros brillantes como el sol,
la linda como estrella sagrada de los magos,
la perla que soñaron Virgilius y Colón;
la Venus de los castos idílicos amores,
sultana sobre lecho mullido de arrayán,
azteca soberana, señora de señores,
la reina de cien reyes, indígena beldad;
lloraba sin ventura sufriendo los insultos
que audaz le prodigara ibérico invasor:
cadáveres sus héroes rodaron insepultos,
hollados por el casco de exótico bridón.
Las plantas extranjeras pisaron estos lares,
al genio revelados del sabio genovés,
que con audacia suma condujo a nuestros mares
carabelas compradas con joyas de Isabel.
La gente aventurera que vino de otro mundo
inmarcesible gloria queriendo conquistar,
cubrió nuestra campiña de luto sin segundo,
taló de nuestros padres la espléndida heredad,
y aquellos españoles que retemblar hicieron
la tierra infortunada del gran Tezozomoc,
a las hondas, macanas y flechas, opusieron
el estallido ignoto de horrísono cañón.
Batallas desiguales el campo estremecía,
que nunca el mexicano se rinde sin luchar;
en yácalas profundas los muertos no cabían…
era una fosa inmensa el suelo de Anahuac.
De sangre se tiñeron las olas de los mares,
de sangre se tiñeron las rosas del pensil,
las llamas devoraron alcázares y aduares,
y México fue presa de horrores mil y mil.
Manchóse la teocali con la sangre inocente
de aztecas que Alvarado inermes degolló,
¡lástima que un guerrero de corazón valiente
dejara en su memoria caer ese borrón!
Preparó la hecatombe con frases de cariño,
y su traición infame le vino a conquistar
la gloria del gigante que lucha con el niño,
la gloria del cobarde que mata por detrás.
Aquellas indomables legiones altaneras
que luto y exterminio sembraron por doquier,
cazaban a los indios como se cazan fieras,
y el estertor del indio formaba su placer.
La guerrera falange que trajo en sus pendones
el símbolo sagrado sublime de la Cruz,
en medio de atabales y fuego de cañones
importó el Evangelio divino de Jesús.
Y frailes y caudillos hallaron desde luego
en México la bella espléndido botín;
y expiró atormentado en su lecho de fuego
el héroe de los héroes, el gran Quautemotzin.
Sedientos de riqueza en sangre se bañaron,
doquiera desplegando un lujo de crueldad;
y trémulos de ira, mataron, y maíaron,
la raza conquistada queriendo exterminar.
Que sangre y sólo sangre formaba su delicia,
un sudario sangriento sirvióles de mantel:
viles migajas de oro tentaron su codicia,
y sobre negras tumbas basaron su poder.
Las púdicas doncellas lloraban deshonradas
por la torpe lascivia de audaz conquistador;
y las nobles matronas sufrieron indignadas
ultrajes inauditos de soldadesca atroz.
Y la virgen que antes posara sobre flores
aurífera sandalia, perdió la libertad;
su veste desgarraron altivos vencedores,
y tuvo por corales cadenas nada más.
¡Ay! México la hermosa, señora independiente,
rodar vio por el fango su límpido blasón;
y al extranjero vugo dobló su altiva frente
sufriendo resignada tres siglos de opresión.
Tres siglos de conquista, de nobles y virreyes,
y frailes que atizaron la hoguera de la fe,
tres siglos en que España dictó a su antojo leyes,
tres siglos ominosos de gótico poder.
Tres siglos coloniales de triste remembranza,
tres siglos en que México sus fastos enlutó;
porque los conquistados creían sin esperanza
eternas sus cadenas, eterno su baldón.
II
Mas Dios quiso en sus favores
que un sacerdote bendito,
lanzara de guerra un grito
en el pueblo de Dolores.
Grito fue que, por ventura,
único recuerdo encierra:
porque retembló la tierra
con el grito de aquel cura.
Grito que escuchó la gloria
ebria de placer profundo;
grito que se oye en el mundo
repetido por la historia.
Dios del suelo mexicano
retirar quiso el azote,
que al grito del sacerdote
palideció el castellano.
Fue aquel grito, no os asombre,
de resultado inaudito,
que al escuchar aquel grito
volvió el esclavo a ser hombre.
El que antes, pobre villano,
los ojos alzara apenas,
trituró con las cadenas
la frente de su tirano.
Y tranquilo, porque encono
no cabe en pechos valientes,
con un grupo de insurgentes
desafió el párroco al trono.
El trono aprestó legiones
con rencorosa bravura,
y la mitra lanzó al cura
tremendas excomuniones.
Realistas e independientes,
por intereses extraños,
lucharon años tras años,
y corrió sangre a torrentes.
Fosas y fosas llenaban
las huestes del rey odiosas,
y del centro de las fosas
nuevos soldados brotaban.
Y lleno de fe sencilla
en mil combates librados,
batió el cura a los soldados
intrépidos de Castilla.
Y armado de buen derecho,
entre las sangrientas olas,
opuso siempre su pecho
a las balas españolas.
Pero Hidalgo, en su delirio,
halló abrojos y no flores;
que Dios da a los redentores
la corona del martirio.
Y cual Moisés, que la vida
al perder sin pesadumbre,
vio brillar desde la cumbre
del Phasga, la prometida
tierra, así aquel cura egrégico,
de su gloria en el vestíbulo
vio brillar desde el patíbulo
la independencia de México.
Hoy, con júbilo profundo,
conmemora el mexicano
el grito de aquel anciano,
que fue redentor de un mundo.
E Hidalgo desde la gloria
tiene aquí sus ojos fijos,
porque nosotros, sus hijos,
bendecimos su memoria.
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Hoy mi labio a nadie inculpa,
ni vengo a encender rencores,
porque de aquellos horrores
tuvo la época la culpa.
Por mi parte, sin violencia
y sin temor, lo confieso:
la conquista fue un progreso,
un deber la independencia.
Hoy benditas afecciones
han substituido a la saña;
porque México y España
son dos hidalgas naciones.
Y a todo español diremos:
«Aquellos hechos pasaron;
si nuestros padres se odiaron,
nosotros nos amaremos».
Porque, creedme, señores.
siendo grandes y benignos,
podremos hacernos dignos
del párroco de Dolores.
III
Anciano venerable, quizá en el cielo penas
mirando de tu patria el porvenir fatal;
de tu patria que tiene escrita en sus cadenas
la irónica palabra de santa libertad.
La patria que dormida al borde del abismo,
su estúpido letargo no quiere sacudir;
aquí la democracia es negro despotismo,
la estafa y el capricho las leyes son aquí.
Mas confórmate, Cura, con tu brillante suerte,
que en libro misterioso por Dios escrito fue:
que de los grandes hombres sirva sólo su muerte
para que tengan vida ios pequeños después.