¿Qué era, decidme, la nación que un día
reina del mundo proclamó el destino,
la que a todas las zonas extendía
su cetro de oro y su blasón divino?
Volábase a Occidente,
y el vasto mar Atlántico sembrado
se hallaba de su gloria y su fortuna.
Doquiera España; en el preciado seno
de América, en el Asia, en los confines
del Africa, allí España. El soberano
vuelo de la atrevida fantasía
para abarcarla se cansaba en vano;
la tierra sus mineros le rendía,
sus perlas y coral el Oceano.
Y donde quier que revolver sus olas
él intentase, a quebrantar su furia
siempre encontraba costas españolas.
Ora en el cieno del oprobio hundida,
abandonada a la insolencia ajena,
como esclava en mercado, ya aguardaba
la ruda argolla y la servil cadena.
¡Qué de plagas, oh Dios! Su aliento impuro
la pestilente fiebre respirando,
infestó el aire, emponzoñó la vida;
el hambre enflaquecida
tendió los brazos lívidos, ahogando
cuanto el contagio perdonó; tres veces
de Jano el templo abrimos,
y a la trompa de Marte aliento dimos;
tres veces, ¡ay!, los dioses tutelares
su escudo nos negaron, y nos vimos
rotos en tierra y rotos en los mares.
¿Qué en tanto tiempo viste
por tus inmensos términos, oh Iberia?
¿Qué viste ya, sino funesto luto,
honda tristeza, sin igual miseria,
de tu vil servidumbre acerbo fruto?
Así, rota la vela, abierto el lado,
pobre bajel, a naufragar camina,
de tormenta en tormenta despeñado,
por los yermos del mar; ya ni en su popa
las guirnaldas se ven que antes le ornaban,
ni, en señal de esperanza y de contento,
la flámula riendo al aire ondea.
Cesó en su dulce canto el pasajero,
ahogó su vocerío
el ronco marinero,
terror de muerte en torno le rodea,
terror de muerte silenciosos y frío;
y él va a estrellarse al áspero bajío.
Llega el momento, en fin; tiende su mano
el tirano del mundo al Occidente,
y fiero exclama: «El Occidente es mío.
Bárbaro gozo en su ceñuda frente
resplandeció, como en el seno oscuro
de nube tormentosa en el estío
relámpago fugaz brilla un momento
que añade horror con su fulgor sombrío.
Sus guerreros feroces
con gritos de soberbia el viento llenan;
gimen los yunques, los martillos suenan;
arden las forjas. ¡Oh, vergüenza! ¿Acaso
pensáis que espadas son para el combate
las que mueven sus manos codiciosas?
No en tanto os estiméis; grillos, esposas
cadenas son que en vergonzosos lazos
por siempre amarren tan inertes brazos.
Estremecióse España
del indigno rumor que cerca oía,
y al gran impulso de su justa saña
rompió el volcán que en su interior hervía.
Sus déspotas antiguos,
consternados y pálidos se esconden;
resuena el eco de venganza en torno,
y del Tajo las márgenes responden:
«¡Venganza!» ¿Dónde están, sagrado río,
los colosos de oprobio y de vergüenza
que nuestro bien en su insolencia ahogaban?
Su gloria fue, nuestro esplendor comienza;
y tú, orgullosos y fiero,
viendo que aún hay Castilla y castellanos,
precipitas al mar tus rubias ondas,
diciendo: «Ya acabaron los tiranos.»
¡Oh triunfo! ¡Oh gloria! ¡Oh celestial momento!
¿Con qué puede ya dar el labio mío
el nombre augusto de la patria al viento?
Yo le daré; mas no en el arpa de oro
que mi cantar sonoro
acompañó hasta aquí; no aprisionado
en estrecho recinto, en que se apoca
el numen en el pecho
y el aliento fatídico en la boca.
Desenterrad la lira de Tirteo,
y el aire abierto a la radiante lumbre
del sol, en la alta cumbre
del riscoso y pinífero Fuenfría,
allí volaré yo, y allí cantando
con voz que atruene en derredor la sierra,
lanzaré por los campos castellanos
los ecos de la gloria y de la guerra.
¡Guerra, nombre tremendo, ahora sublime,
único asilo y sacrosanto escudo
al ímpetu sañudo
del fiero Atila que a Occidente oprime
¡Guerra, guerra, españoles! Es el Betis;
ved del Tercer Fernando alzarse airada
la augusta sombra; su divina frente
mostrar Gonzalo en la imperial Granada;
blandir el Cid su centelleante espada,
y allá sobre los altos Pirineos,
del hijo de Jimena
animarse los miembros giganteos.
En torvo ceño y desdeñosa pena,
ved cómo cruzan por los aires vanos;
y el valor exhalando que se encierra
dentro del hueco de sus tumbas frías,
en fiera y ronca voz pronuncian: «¡guerra!»
¡Pues qué! ¿Con faz serena
vierais los campos devastar opimos,
eterno objeto de ambición ajena,
herencia inmensa que afanando os dimos?
Despertad, raza de héroes; el momento
llegó ya de arrojarse a la victoria:
que vuestro nombre eclipse nuestro nombre,
que vuestra gloria humille nuestra gloria.
No ha sido en el gran día
el altar de la patria alzado en vano
por vuestra mano fuerte.
Juradlo, ella os lo manda: «¡Antes la muerte
que consentir jamás ningún tirano!»
Si, yo lo juro, venerables sombras;
yo lo juro también, y en este instante
ya me siento mayor. Dadme una lanza,
ceñidme el casco fiero y refulgente;
volemos al combate, a la venganza;
y el que niegue su pecho a la espernaza,
hunda en el polvo la cobarde frente.
Tal vez el gran torrente
de la devastación en su carrera
me llevará. ¿Qué importa? ¿No iré, expirando,
a encontrar nuestros ínclitos mayores?
«¡Salud, oh padres de la patria mía,
yo les diré, salud! La heroica España
de entre el estrago universal y los horrores
levanta la cabeza ensangrentada,
y vencedora de su mal destino,
vuelve a dar a la tierra amedrentada
su cetro de oro y su blasón divino».
A España, después de la revolución de marzo de Manuel José Quintana
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