Cuando no reste ya ni un solo grano
de mi existencia en el reloj de arena,
al conducir mi gélido cadáver,
no olvidéis esta súplica postrera:
no lo encerréis en los angostos nichos
que llenan la pared formando hileras,
que en la lóbrega, angosta galería
jamás el sol de mi país penetra.
El campo recorred del cementerio,
y en el suelo cavad mi pobre huesa;
que el sol la alumbre y la acaricie el aura,
y que broten allí flores y hierbas.
Que yo pueda sentir, si allí se siente,
a mi alrededor y sobre mí, muy cerca,
el vivo rayo de mi sol de fuego
y esta adorada borinqueña tierra.
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