Ese cuerpo labrado como plata,
ese oro, esa túnica, esa piel,
ese color que tiñe la escarlata
corola del pistilo de un clavel;
ese cielo de cárdenos espacios,
esa carne que tiembla en el vaivén
de las rodillas y de los topacios
nos dicen que este cuadro es de Poussin.
El resplandor del sol en los minutos
del gris del agua sobre el gouache del gres,
el césped de corales diminutos
que puntean las puntas de sus pies;
el placer de los vicios absolutos,
el maquillado estambre, el cascabel
de sus tacones, los ojos resolutos
disueltos en vidrieras de bisel;
las dunas de su cuerpo y esas manos
que la luz difumina en el papel
de este poema dicen que eran vanos
ese oro, esa túnica, esa piel.
La chica que los mira aquí a mi lado
es más real que el lienzo y que el pincel:
hace un gesto de geisha emocionado,
más certero, más cierto, más rimado
de rimmel que la estrofa del clavel.
El cuadro del museo que miramos
no está en la sala, ni en el Louvre, ni en
la Tate Gallery, el Ermitage o Samos,
y no es ni por asomo- de Poussin.
El cuadro del museo que miramos,
Acis y Galatea, ellá y él,
somos nosotros mismos mientras vamos
-ojo, labio, boca, lengua, mano-
sobre la carne del amor humano
ensortijando flores, cuerpos, ramos
de un verano mejor que el del pincel.