Empezar, todo joven, de nuevo aquel amor
es como abrir de pronto cerrado gabinete irrespirable
de agonía suntuosa
por donde ibas o flotabas, galgos,
crisantemos, formol, caobas rubias.
Tendida en la otomana de cachemir,
culpable, desencantada,
insomnio de lilas por el párpado,
abrías el cestillo de sierpes de los celos,
lumbre verde lamiendo
la áspera humedad de las hojas de higuera.
Pliegues sacerdotales por el traje pesado
como vendimias, pavos
reales o noche en Samarcanda.
Sexo-Ceremonial. Daba risa y respeto
verte por el teatro de tu vida, ondulante
terciopelo o leopardo, repitiendo
declamatoria y mítica,
como la Duse, Sarah o Norma Desmond,
palabras favoritas: Fatalidad, Destino.
La carne era tan nueva y tú sabías tanto:
la jerarquía del ópalo y su brillo funesto,
la anestesia fugaz del heliotropo,
el ajenjo de paso silencioso.
Frutas de cera roja como remordimientos,
palomas como alados pechos níveos
colmaban las bandejas
y en tus ojos distintos se agrandaba el ocaso
como una piedra oscura hundiéndose en las aguas.
Por las copas esbeltas, glaucas, altas, Falerno,
Chablis, Tokay, Mosela, podrías,
misteriosa verter los antiguos venenos:
¿oropimente, acónito, cicuta mayor fétida,
escamonea de Alepo, piedra de Armenia, tártatro?
Reías. Dependía del color de la túnica,
del color del deseo invadiendo tus hombros
como yedra que repta por estatua de otoño.
Reías.
Era dulce aquel tóxico,
aquel filtro o narcótico del amor en tus brazos:
un dragma de beleño, phelandrio, tejos fúnebres.
Un día te alejaste. Como un golpe de mar
te arrebató, desnuda, la galerna de Europa.
Pienso si salvarías al menos del naufragio
el samovar de plata.