Ahora la poesía no menciona los sauces a orillas
de la alberca, ni escribe cisne o dalia al pie de un cardenillo.
Sólo habla de McDonalds, drogas, viajes a Europa,
la práctica promiscua del sexo en los hoteles.
No está bien ser poeta si no fumas cannabis,
si no besas a un perro en su esfera de muerte.
Sólo se necesita un coche en la cartera, un anillo
en la oreja, un polvo en la nariz. No importa
si eres hembra o macho en tus costumbres
siempre que un vibrador descanse en tu bolsillo
cual pez de silicona bajo un lago de escarcha.
No debes olvidar las playas de nudismo o leer
a Bukowski en medio de un spa (aunque ignores
que Spa se llama un pueblo en Bélgica,
o que salut per aquam proviene del latín).
Lo importante es decir palabras en inglés e ignorar
que Lezama vivió dentro de un mulo asmático y rapsoda.
También que lleves gafas en medio de la noche,
o que hagas como yo que me pongo una gorra
hasta para ducharme en los meses de invierno.
Un sello en el mercado, los enigmas del marketing
en cada laberinto que construyen tus dedos
mientras subes un día al tren, al ascensor que te lleve
a ese suave destino que es el arte.
Eso sí, nunca olvides borrar de tus poemas las hojas
de los sauces o ir a un restaurante donde la carta ignore
ese plato exquisito: el cisne de Darío
(desplumado y enfermo) con la dalia en el pico.
Ahora la poesía no menciona los sauces a orillas de Dolan Mor
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