Albada de Esther Giménez

Alguna vez he visto amanecer.
Todos sabéis cómo es: de la negrura
resurge un débil brote sin querer

de luz que el ojo apenas asegura
-si de un color, si de otro, siempre cálido-
que duele, que molesta, que depura

su recién vida, crítico y crisálido,
a punto de quebrársele la pata
al tembloroso cervatillo escuálido.

Se pone en pie, se estira, se dilata…
Mientras, el ojo, ya desperezado,
comienza a reinventar su flor y nata

-color, tono, matiz, significado-
como si no supiera que la luz
nunca ha atendido a Adán ni a su legado.

El Sol confuso alarga la testuz,
se asoma a ver quién mira y nos conoce
aún tras la Tierra-costra-tragaluz

y en confianza nos brinda el primer roce.
¿Quién es padre de quién? Se dice El Hombre
-obtiene de Natura tanto goce

que no queda camino que no alfombre-.
¿Qué sirve de la luz, tautología,
si no tiene perrito que la nombre?

Y el Sol siguió saliendo cada día,
incombustible siempre a nuestros símbolos,
motor casi inmortal de poesía.

Pasando por el forro de los nimbos
cada cantar, si alondra o ruiseñor,
si hacemos desayunos con Pan Bimbo,

si tú, si yo, si bien o mal de amor…
Sin embargo, la ciencia y la costumbre
me obligan a encontrarle al esplendor

un estatismo impropio de su lumbre,
un apagarse lento y sostenido
que no podemos ver desde la cumbre,

que no queremos ver pero es sabido,
se sabe ya seguro, se presiente,
se acabará. Sabéis ya cómo ha sido:

viajante del Oriente al Occidente
mientras captas de él fulgor de vela,
de toda su reacción la suficiente

aletargada luz que nos revela.
Alguna vez he visto algún ocaso.
Sabéis cómo será: deja su estela

la luz; después se va, poeta acaso.

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