Estacionada en un recodo impávido
de la penumbra, lo primero
que hizo fue fruncir su boca
violácea, de entreabiertos resquicios
húmedos, y después sus ojos,
y después
sus ojos, un gran círculo
de verde prenatal, un excitante
fulgor de azogue desguazando
la negrura común.
Lenta o tal vez sumariamente inmóvil,
con el falso recelo
de quien fuera educada
en la molicie glandular
de los andróginos, sólo rompía
el ritmo de su cuerpo algún fugaz
movimiento retráctil del pubis,
no defensivo sino irresoluto,
y ya
llegó a la altura de los porches
y allí se desnudó con neutra
imverecundia, exhibiendo por zonas
la intrincada armonía
de un cuerpo circunscrito en su contrario.
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