Amor y muerte Canto XXVII de Giacomo Leopardi

El amado del cielo muere joven
Menandro

Hermanos a la vez creó la suerte
al amor y a la muerte.
Otras cosas tan bellas
en el mundo no habrá ni en las estrellas.
Nacen de aquél los bienes,
los placeres mayores
que en el mar de la vida el hombre halla;
y todos los colores,
todo mal borra ella.
Bellísima doncella,
de dulce ver, no como
se la imagina la cobarde gente,
al tierno Amor le hace
compañía frecuente,
y el camino mortal juntos recorren
y a todo corazón más sabio
que el herido de amor, ni que la vida
infausta más desprecie,
ni que por otro dueño
como por éste los peligros busque;
donde tu llama prende,
amor, nace el aliento
o se despierta; y su saber en obras,
no, como suele, en pensamiento vano,
muestra el linaje humano.

Cuando encendidamente
nace dentro del alma
un afecto amoroso,
juntamente con él un misterioso
lánguido anhelo de morir se siente;
cómo, no sé; mas ésta es la primera
señal del verdadero amor potente.
Quizás a la vista entonces
espanta este desierto; acaso espera
el mortal que ha de hallar inhabitable
la tierra sin aquella
nueva, sola, infinita
felicidad que su pensar figura;
mas presintiendo el corazón por ella
terrible tempestad, quietud ansía
y refugio apetece,
ante el fiero deseo
que en torno ruge y todo lo oscurece.

Cuando lo envuelve todo
la formidable fuerza
y fulmina en el alma afán constante,
¡cuántas veces te implora
con intenso deseo,
oh dulce muerte, el dolorido amante!
¡Cuántas veces, oh, cuántas a la noche
o al alba abandonándose rendido
juzgó gran dicha que jamás pudiera
despertar de su sueño
ni ver la luz amarga nuevamente!
Y al son a veces de la triste esquila,
del canto que conduce
a los que mueren al eterno olvido,
con suspiros ardientes
de lo íntimo del pecho envidia tuvo
de aquel que bajo tierra a habitar iba.
Hasta la tosca plebe,
el labriego, que ignora
toda virtud que del saber deriva,
hasta la joven tímida y esquiva,
que de la muerte al nombre
sentía sus cabellos erizarse,
contemplan ya la tumba y el sudario
con un mirar de fortaleza lleno,
y en hierro y en veneno
meditan largamente,
y aun en su indocta mente
la gentileza del morir comprenden.
Tanto a la muerte inclina
de amor la disciplina. Y es frecuente
que la interna pasión llegue a tal punto
que la fuerza vital no se sostenga,
y ceda el cuerpo frágil
a la terrible lucha, y de esta suerte
por fraterno poder triunfe la muerte,
o tanto instigue amor en lo profundo
del corazón que el tosco campesino
y la tierna doncella
con mano violenta
su carne juvenil den a la tierra.
Ríe entonces el mundo,
al que el cielo vejez y paz consienta.

Al ferviente, al dichoso,
al animoso ingenio
conceda el hado alguno de vosotros,
dulces dueños, amigos
del humano linaje,
cuyo poder no hay quien aventaje
en el mundo, pues sólo la potencia
del hado es superior a vuestra esencia.
y tú, a quien ya desde mis verdes años
honrando siempre invoco,
bella muerte, piadosa
tan sólo tú de la aflicción terrena,
si celebrada fuiste
alguna vez por mí, si del mezquino
vulgo la ofensa a tu esplendor divino
enmendar un día quise,
no tardes más, mis ruegos
vehementes escucha,
¡cierra mis ojos tristes
para siempre a la luz, reina del tiempo!
Me hallarás ciertamente, a cualquier hora
en que tus alas hacia mí despliegues,
levantada la frente, apercibido,
resistiendo al destino;
la mano que al herirme se colora
con mi sangre inocente
no he de colmar de elogios
ni bendecir, cual hace
por antigua ruindad la humana gente;
toda vana esperanza en que se engañan
como niños los hombres,
todo necio consuelo
desecharé, y a nadie en tiempo alguno,
¡oh muerte!, he de aguardar sino a ti sola;
tan sólo el día esperaré sereno
en que decline adormecido el rostro
en tu virgíneo seno.

Versión de Fernando Maristany

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