Bendita sea la amorosa luna
que derramó en tu cuna
antes que el sol, sus lánguidos fulgores,
y te suspiró, alma pura,
la suave ternura
de sus nocturnos, célicos amores.
¡Bendito el astro cándido y luciente
que prestó dulcemente
su brillo melancólico y hermoso
a tu amante mirada!
¡Yo adoro arrodillada
de tu existencia al astro venturoso!
¿Es por eso el encanto indefinible
que de amor indecible
llena mi corazón? ¿Eres tan bello,
tan dulce, tan amante
porque el primer instante
de tu vida alumbró con su destello?
¿Es al influjo de la luna triste
al que, tal vez, debiste
esa sombra que vela tu semblante,
y a medias oscurece
la luz que resplandece
en tu mirar de fuego centellante?
¡Ay! no lo sé; pero en mi frente siento
palpitante ardimiento
al contemplar tu faz tierna y sombría,
donde al par se difunden,
se mezclan y confunden
pasión, dolor, placer, melancolía.
¡Oh! Si mi voz al firmamento sube,
Dios hará que la nube
que tus divinos ojos entristece
agobie el alma mía,
y a ti dé la alegría
que tu adorado corazón merece.
¡Oh! quiera el cielo que al volver la luna
feliz como ninguna,
¡ángel querido! tu existencia vea;
y aunque yo desdichada
gima y desconsolada
al verla exclamaré: «¡Bendita sea!»