Al crepúsculo de la última edad de hielo
quise ir lejos de los límites,
y reunir la quietud,
lo pacífico
en la soledad de un tiempo inexpugnable.
Eso era.
Cogido por vientos contrarios,
necesité asilos
por ocasionales y precarios que ellos fuesen.
No era el polo,
el recorrido era lo importante.
Pues había ahí un frío, una huella,
una nieve tan inaccesible,
que esta pura gota de blancura
es un fragmento de aurora,
un trozo de oro azul
que cada día se desprende
de tu propia Antártica,
de tu continente,
de tu propia banquiza interior.
Hubo entonces,
en un extremo de la tierra,
un punto matemático en el centro de un mar vacío
y, en el otro,
Yo,
en medio de vendavales sin fin
y donde cada punto cardinal
se aniquilaba en un abismo.
Y hubo frío,
el frío más frío de la tierra.
Y una noche,
y una soledad hubo
que nadie
ni nada
pudo darle fin.
Así, lejos de la Distracción,
sucumbí al imperio del viento y de la noche
a la soberanía implacable del frío.
Y dependiendo sólo de mis leyes,
destruí todo puente con el mundo,
todo gesto, toda nave.
Se trataba, en verdad, de la respiración,
de la circulación planetaria del aire.
Meteorológicamente hablando,
al interior de la Antártica
latía un vacío silencioso,
y la celeste águila de la nieve
muda.