Todos los caminos
han conducido a mí.
El idilio de las abuelas
y las lluvias sobre los estanques
en las lejanas mañanas perezosas.
Las indiferentes ruecas
de pasadas primaveras marchitas
y el viento entre colinas
golpeando el atardecer.
Las anchas fauces olvidadas
exhaustas ya de tierra madre
desorbitadas total
exangües de silencio y espera.
Aquel que preguntó
el otro que no fue bien amado
ese que rudamente habló a Dios
y todos estos que en legión
más cercana y antigua
sorbieron la humilde gota misteriosa
que nos es ofrecida
por incumplidos cauces de promesa y de sangre.
Estáis allí
atónitos huéspedes
de cada primavera
en desvanecimiento convertidos ya
absorbidos en el puro eco
sin respuesta de mis manos
contemplando el mundo
y los enamorados de abril.
¡Ah hermanos…
hermanos míos en la muerte…!
Sagrados emigrantes hacia la orilla de los Cielos
sobre mi corazón resbaláis hondamente
como los ciervos moribundos al caer en la nieve.
Millones de días como éste
sin sentido reposan en ceniza
y mis sueños sonríen quedamente
deslizados por vuestros ríos secos.
Los pinceles del sol han esponjado tierra
y de vuestra savia una sabiduría extraña
su zumo ha cimentado
para nuevas mañanas con cuello de muchacha
y flores de gacela.
Habéis conducido a mí…
mas yo soy el que canta
yo sólo… sí… yo sólo…
que contengo un otoño bajo mis suelas rotas
de vagabundo dios de las bodegas.
Han desaparecido las nubes
y diviso las primeras estrellas
de los rojos equinoccios de marzo.
Antepasados huéspedes de Miguel Labordeta
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