El cuerpo del monstruo fulmíneo llenaba el espacio
como un pez que se hubiese tragado la mar.
No existía ya sitio más que para un temblor
y la luz era a un tiempo su piel y su carne.
Un leve punto, gota, gota, embrión de la tiniebla,
apareció en el tenso vientre en llamas,
en el furioso vientre hurgó como semilla de la noche.
Mínima boca dentada de pequeña bestia carnívora
comenzo a devorar su alimento dorado;
desaparecía la entraña fulgurante
en una gula negra de nocturno sin pausa.
El velludo animal, hijo enemigo,
feroz cogollo de iris desangrados,
vertiginoso obrero devanaba la sombra
hasta empujar el límite de escamoso relámpago,
la piel del muerto qu lo enmascaraba.
La enorme boca ya, la enorme boca
tiró de aquel revés de lumbre en fuga;
la envoltura marchita se desgarró como vestido frágil
que se hubiese quitado una centella,
y empezó a deslizarse por la dura garganta,
se hundió sin dejar huellas en el ancho agujero.
Después un punto de oro comenzó a destellar tímidamente
en el fondo del monstrue recién anochecido.
Apocalipsis XX (Visión primera) de Sara de Ibáñez
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