Desde el interior, los árboles avanzan hacia el bosque,
el bosque que estuvo vacío todos aquellos días,
donde ningún pájaro podía posarse,
ningún insecto esconderse,
y ningún sol podía enterrar su pies en la sombra;
en el bosque vacío de esas noches,
los árboles abundarán por la mañana.
Las raíces se esfuerzan toda la noche
por desprenderse de las grietas
en el suelo de la terraza.
Las hojas se retuercen hacia los vidrios,
pequeños vástagos endurecidos por el esfuerzo
largas y torcidas ramas que se desprenden con dificultad
bajo el techo, como pacientes recién dados de alta,
medio-aturdidos, dirigiéndose
hacia las puertas de la clínica.
Aquí me acomodo. Las puertas se abren hacia la terraza,
escribo extensas cartas
donde apenas menciono el bosque
y su partida de la casa.
La noche está fresca, la luna entera brilla
en un cielo aún abierto.
El aroma de hojas y liquen
llega como una voz a las habitaciones.
Mi mente está plena de susurros
que permanecerán en silencio mañana.
Escucha. Los vidrios se quiebran,
se tambalean los árboles
Hacia la noche. El viento
se apresura a recibirlos.
Como un espejo la luna se ha quebrado
y en la copa del roble más alto
relampaguean ahora sus fragmentos.
Versión de Myriam Díaz-Diocaretz