Bebíamos para el hombre,
para el honor del vino.
Y ellos hicieron esta raya donde
antes no había más que piedra añil,
olor a nailon, a erosión, a tinta.
Santificábamos nuestro designio en la embajada
de los agobiados.
Contábamos los días y su número era el número de
nuestra apuesta:
cisma en los humedales de la palabra.
Brillante en su obstinación,
nuestra palabra era el ángel que se vuelve posible,
que se pierde entre todos,
santo provisional.
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