¿Pero habría aún un lugar al que huir, veleidades de celebración, una
rueda sin eje? La gran lápida vertical cubierta de musgo nos cierra el paso. Hay inercias más destructivas
que ningún golpe, que ninguna inmediatez. La cabeza de muerto de Brassai emerge de las sombras:
su teatro carnal alimentó horas de agonía. «Los objetos me han ido elevando hasta su altura», le había dicho Goethe,
animal prójimo, y él se lo repitió al anciano de Weimar a los ochenta y tres años. La cabeza de muerto del surrealismo
emerge, llamarada de un deseo desarbolado, retráctil, incandescente; timón de una belleza involuntaria, radicalmente
curada de nostalgia. Qué envergadura la de este jinete escamoso. El tren avanza hacia atrás, desde el último vagón me gritan:
las cosas pueden hacerse de otra forma. La vida puede enlazarse con otra libertad.
Brassai en el Reina Sofía de Jorge Riechmann
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