Era el centro elegante. El lugar de las perfumerías
con sillas delante del mostrador, el lugar de los sastres
y de las sederías donde te tomaban medida para un abrigo…
¿Te acuerdas mamá, de aquellas tardes? En los autobuses
azules de dos pisos yo siempre quería ir arriba, en el asiento
delantero, que era como un panorámico ventanal al mundo.
O abajo, en el asiento más cerca de la puerta, con su
aislada barra blanca, asidero y columpio de quienes entraban
y salían, como se entra y se sale en la beatitud del mundo…
Con mi abrigo azul cruzado y una boina también azul.
Tú y yo, elegantes, camino del médico o
de las tiendas caras. Camino del que
querías que fuera nuestro mundo, pues lo sentías tuyo…
Yo dichoso sin saberlo y tú íntimamente desdichada.
Yo entretanto, como de juego, al mundo perfecto,
y tú en serio, jugando a que nunca hubieses salido…
Mucho tiempo después, llorando, me dijiste una tarde
que ninguno de los dos habíamos sido felices.
Tan cierto y tan falso como es todo. Tan falso
y tan cierto como que aquel mundo de señores
dejó de existir, tan cierto como que lo traicioné
después que me escupiera o que tú nunca hallaste,
mamá, al hombre de tus sueños, al caballero que reinase
en aquel mundo contigo. Y sin embargo estuvimos allí,
tu con tus pieles y yo con mi abrigo azul cruzado,
comprando perfumes y merendando tortitas con nata,
cuando los taxistas llevaban uniforme y se dirían charolados
los azules autobuses de dos pisos, un Madrid tan sofisticado
que tú y yo -y casi todos los demás- nos lo creímos.
O quizás a ti no te hizo falta creértelo, pues lo tuviste.
Yo me lo creí. Yo, que llegué una tarde en autobús de dos pisos…
Brillos del otoño ido de Luis Antonio de Villena
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