Hijo mío,
harina, ternura
de mis ternuras,
ángel más leve que los ángeles:
desde hoy en adelante
eres el exiliado,
el que bajo otros cielos
organiza su cama y su mesa
donde puede,
el que en la alta noche
despierta asustado y presuroso
corre por la mañana
a buscar debajo de la puerta
la posible carta
que por un instante
le devuelva el barrio,
la calle, la casa
por donde pasaba la dicha como un río,
el perro, el gato,
el olor de los almuerzos del domingo,
todo lo bueno y eterno,
lo único eterno,
cuanto quedó perdido
allá atrás, muy lejos
cuando el avión como un pájaro triste
se fue diciendo adiós.
El que deambula y sueña
lejos de la patria, el extraño,
el tolerado -y, a veces,
con suerte, el protegido
al que se le regalan abrigos
y los zapatos que se iban a botar.
Pero nosotros,
nosotros los solos,
los tristes,
los luctuosos,
los que medio muertos
hemos visto partir el avión
-sin saber si volverá
ni si estaríamos entonces-,
nosotros, esos desventurados
que fuman y envejecen
y consumen barbitúricos,
esperando al cartero,
nosotros, ¿dónde,
adónde,
en qué patria estamos ahora?
¿La patria, lejos de lo que se ama…?
¿La patria, donde falta un cubierto a la mesa,
donde siempre sobra una cama…?
Dios y yo y el sinsonte
que cantaba en la ventana
lo sabemos, niño mío, que fuiste a dar tan lejos:
donde se vive entre paredones y cerrojos
también es el exilio, y así,
con anillos de diamantes
o martillo en la mano,
todos los de acá
somos exiliados. Todos.
Los que se fueron
y los que se quedaron.
Y no hay, no hay
palabras en la lengua
ni películas en el mundo
para hacer la acusación:
millones de seres mutilados
intercambiando besos, recuerdos y suspiros
por encima de la mar.
Telefonea,
hijo. Escribe.
Mándame una foto.
Carta a Rubén de Rafael Alcides Pérez
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