Entre celindas estabas aquella tarde de estío.
Por el cielo de tus ojos volaban los ruiseñores.
Y era el amor en tu frente sereno como el rocío;
y era la risa en tus labios como un manojo de flores.
Concreta como el guijarro te mirabas en el río
y el agua te iba meciendo con sus brazos interiores.
Era bello, incandescente y exacto tu cuerpo mío,
tu cuerpo para ser ave y junco de mis amores.
Entre celindas estabas, entre celindas vivías,
entre celindas nevadas, con el perfume prudente
de la celinda en la brisa rebelde de tu paisaje.
Y entre celindas murieron mis cálidas fantasías,
mis ilusiones de bronce, mi corazón exigente
y el sobrio sabor robusto y firme de mi coraje.
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