Sur les maisons des morts mon ombre passe
Paul Valery
Subimos la ladera
ungidos por la calma del verano
de aquella tarde. Era
nuestra emoción paloma que en la mano
su corazón golpea
clamando libertad. Como una tea
se puso el sol sonoro
sobre las lontananzas doloridas
por efluvios de oro.
Y eran las amapolas como heridas
abiertas a la brisa
de breves labios o espiral sonrisa.
Subimos lentamente,
que la amistad no es nunca presurosa,
y estrecha la serpiente
del sendero buscaba, jubilosa,
un olmo sosegado
en donde platicar con más cuidado.
Unidos por afanes
tan elocuentes como la poesía.
¡Oh locura! ¡Oh desmanes
que ignora el vulgo con su idolatría
al pérfido, ligero
resplandor de la fama o el dinero!
Silentes y gozosos.
Ensimismados de estival paisaje
libamos, generosos,
cárdenos vinos, que cual fino encaje
acariciaban labios
para fluir dialécticos y sabios.
¡Cuánta naturaleza!
¡Cuánto gozo se esconde y cuánta pena
bajo la cal aviesa,
o enmohecida penumbra de alacena!
Pueblo de los alcores;
espigas blondas y sangrantes flores.
Pueblo petrificado
en el alto silencio de las horas.
Indolente. Callado.
Expuesto al vértigo de las auroras.
¡Cuánta sabiduría
hay en los ojos de fulgente umbría!
Hombres como la tierra,
nacidos desde el grito de la arcilla.
Dólmenes de la sierra,
de busto azul y apuesta maravilla.
Manos para la espiga,
para la piel, la piedra y la fatiga.
Allá por las alturas
Venus exhibe su blancor de gala
y Apolo, sin premuras,
en los rescoldos de la tarde exhala
un amor verdadero
hacia la estela del primer lucero.
Cumplido el asueto,
porque es virtud de la amistad templanza,
dejamos con discreto
afán las arduas calles, la esperanza
tras florecidas rejas:
cárcel de amor, remedo de las quejas.
De nuevo en el camino,
sierpe escondida que a la luz esquiva;
promesa de un destino
donde yace la duda. Fugitiva
es la emoción del viento.
Senderos de la muerte. Y el tormento.
Pasadas la cancela
y las primeras lápidas albinas,
donde la luz flagela
su tierna claridad por las esquinas
marmóreas, me asemejo
a este ciprés escueto, pulcro y viejo.
Cesaron los coloquios,
pues todo parecer es amargura.
Íntimos soliloquios
brotaban en la tarde pulcra y pura.
Pequeño cementerio.
Cumbre de soledad. Breve misterio
que a sí mismo se sueña
por los oscuros campos de la nada.
Austeridad roqueña.
Desolación. Vacío de alborada.
Memoria del olvido.
Ausencia de la luz y el sentido.
Lápidas inclementes
al llanto de los hombres. Altaneros
valles de mármol. Fuentes
que desbordan dolores o luceros.
Heridas del amor.
Roja, sobre la nieve, está la flor.
Cipreses centenarios.
Lechetreznas bravías. Jaramagos.
Cruces y relicarios.
Oscuros bronces de pasión. Halagos
en breves epitafios
altisonantes, trascendentes, zafios.
Aquí todo es quietud.
Nada altera el silencio. Piedra rasa.
El tiempo en su prietud,
o nueva dimensión por donde pasa
la imagen de las horas
fundidas al fulgor de las auroras.
¡Qué serena fluidez!
¡Qué dichosa amargura! Por la brisa
brinca la ingravidez
de los cuerpos ausentes, la sonrisa
de sutiles quimeras.
¡Gestos marfiles y oquedades hueras!
Nacer o sucumbir
o naufragar. El hombre y el vacío
de su verdad. Fluir,
en agresivas aguas, por el río
que hacia la mar culmina.
Vivir, soñar, morir. Mi alma se obstina
en fijar el instante
con solidez de piedra, la memoria
con densidad brillante;
y en un segundo resumir la historia.
Del gesto su escultura
y del amor cenizas. Sepultura
que alberga unos huesos
gravedad o terneza, confundidos
con fresas o con besos
en la celebración de los sentidos.
El poder y el fracaso.
La miseria y el miedo. Y el ocaso.
La ambición y la ira.
La profunda soberbia. La osadía.
La virtud. La mentira.
La vanidad. La apuesta rebeldía.
Y la dúctil nevada
de una caricia en piel enamorada.
Todo yace en la sombra,
pues todo fue festín de los gusanos:
cuerpo gentil, alondra
de las verdes riberas. Bruscas manos.
Desvencijadas frentes.
Frágiles ríos. Sólidos torrentes
Hay cal en las paredes
que hieren a los ojos con destellos
bermejos. En sus redes
devoran las arañas a los bellos
insectos. Y la tarde
roja de nimbros o guadañas arde.
Arde la tarde y pasa
dejando cicatrices y mejillas
laceradas. ¡La casa
de los muertos! Avenas amarillas
en espigados haces.
Y el vuelo de los pájaros fugaces.
La hoguera de los montes
se va difuminando. Los levantes
se tornan horizontes
argentinos y en pálidos instantes
la noche ruiseñora
vuelve a plañir su canto y da su hora.
Sin pasos presurosos,
con el ceño fruncido por la pena
volvimos, cautelosos,
a la ronda estival, tras esta escena
de mármoles y cruces;
de esbeltos pinos y fulgentes luces.
De nuevo en la vereda,
con el desvelo de la blanca luna
estampada en la seda
del crespón de la noche de aceituna,
tornamos a la vida
y al olor de la sombra florecida.
Los astros surtidores.
Los grillos crepitantes y sus claves.
Los canes husmeadores.
Las alimañas y nocturnas aves.
Y los ocultos cauces
de los prados de pámpanos y sauces.
El pueblo parecía
un grito de luciérnagas. La brisa
acariciaba, hería.
¡Cuánta emoción! ¡Enhiesta la sonrisa!
Y fueron generosas
las celindas, las dalias y las rosas.