Los muertos que conmigo se fueron a Paris
vivían en el cementerio Vaugirard.
En el recodo de los fríos castaños
donde la nieve recoge las cartas
que el invierno ha lacrado,
recto lugar, gélidas tumbas, nadie, nadie
sabrá nunca leer sus epitafios.
Un alba en escarchas de mármol
y el helado aguaviento
soplando sobre amargas ráfagas,
Alba de Vaugirard, rincón donde la muerte
es una explosión interminable. Piedras, huesos, retama.
¿Quién oía el tintinear de sus pailas
a la sagrada hora del café
cuando son interminables sus chácharas?
¿Qué silencio tan hondo allí suplía
el cantar de uno solo de sus gallos?
Muertos de sol, de espacios, de sábanas,
muertos de estrellas, de pastos, de vacadas,
muertos bajo tierra a caballo.
Los muertos que conmigo se fueron a París
vivían en el cementerio Vaugirard,
estéril pabellón de graníticas tapias.
¿Qué queda allí de esa memoria
ahora que la última luz se ha embalsamado?
¿Qué recordarán sus camaradas
de sus voces, de sus humildes hábitos?
Alba de Vaugirard, niebla compacta,
amistad con que la luna clavetea las lápidas,
¿qué quedó allí de aquellos huéspedes
agradecidos de tanta posada?
¿Qué noticias envían ahora lejanos
a los caídos, a los vencidos, a los suicidas olvidados?
Un alba en escarchas de mármol
y el helado aguaviento
soplando sobre amargas ráfagas.
Oscuro lugar donde la muerte
es una explosión interminable
sobre recuerdos, átomos, retama.
¿Qué permanece de tanta memoria?
¿Quién llega ahora a oír sus chácharas
cuando la nieve recoge las cartas
que el invierno ha lacrado? Nadie, nadie
sabrá nunca leer sus epitafios.