Lloraba
sórdidamente por mi leve garganta,
por donde resbalaban
tímidamente las palabras húmedas,
las palabras sin nombre todavía.
Respiraba
con lentitud
forzada, para que mi agonía
no se lanzara presurosa al aire,
porque a mi alrededor
había mucha gente. Estaba
en la deshilvanada y familiar cola
de un pequeño cine de barro: el «Chamberí»
(donde las butacas habían de estar calientes -era de sesión continua-,
donde un vaho maloliente
penetraría
por mis poros
durante más de dos horas,
donde, acaso, una «extraviada » pierna
rozaría la mía
y un taconazo afiladísimo
intentaría hacerle comprender a aquel podrido hueso,
su humana condición
de animal primitivo,
donde…),
y me puse a observarla.
Novios, de los que luego parecería estaban ocupando
una sola butaca.
Niños que, mientras daban puntapiés en el asiento de delante,
irían alfombrando la sala
de cacahuetes o pipas.
Hombres y mujeres de una edad ya madura,
pero infantiles, sencillos, que se reirían estrepitosamente
cuando el protagonista, al resbalar y caerse,
se embadurnara la cara
con una tarta de crema, o llorarían
con idéntica facilidad
ante cualquier lance folletinesco, e irían
alternando las carcajadas y el llanto
con un gran bocadillo de tortilla.
Sí, allí estaban todos
esperando su turno para tomar la entrada.
Contentos, felices con sus pequeñas aspiraciones
satisfechas. Para ellos
aquel rato de cine
vendría a ser
como una continuidad de lo que llevaban dentro.
Como un esparcimiento honesto
tras una jornada de intenso trabajo.
De pronto me miré, me miré hacia dentro y comprendí
que yo allí desentonaba, ya que mi alma,
no estaba acorde con la levedad del momento,
porque lo único
que iba buscando allí
era
una pequeña muerte de dos horas y pico.