Era bello y prohibido, lo que hacía
aún más deseable su estatura,
el arco de su pecho, su grandeza,
su forma de mirar, como una herida.
Era altivo, inasible. Nos tenía
bajo el yugo febril, en la penumbra
del amor incumplido largamente.
Sabiéndonos perdidas, decidimos
que no importaba el precio: la victoria
habría de ser su piel o nuestra vida.
Bajo un cielo de neón de luna muerta
velamos nuestras armas. Apostadas
en el rincón canalla, en la espesura
del último garito, dispusimos
el cerco tras el horno, imaginando
que bien valía el botín tanta batalla.
Era hermosa la noche. Consintieron
los dioses que el combate se inclinara
a mi estrella. Cuerpo a cuerpo, feroces,
desnudos y silentes demoramos
la huida. Mas cuando despeñamos erguidos
los deseos y coloqué mi beso
sobre su frente esquiva, como en todos
los cuentos se deshizo el hechizo
y mi príncipe-rana se perdió con la noche.