(Tan conocida y tan extraña)
Amanecí una vez cerca del río;
venia un ciervo tuyo
con la bella cabeza hecha un desorden,
miré y colmabas
los recipientes del sol.
Espadas del otoño
y el sereno limón de tu ventana,
retaron mi corazón fiado en su ternura.
Tapia que gana el empujón del viento,
fui vencido. Quedé solo en la noche,
quedé mirando el mar a tientas
de mi alma.
Apenas sé tu nombre, si estás lejos,
apenas si te escribo, si te refiero
y amo.
Te quiero siempre esposa reducida
para decir «mi compañera,
con tus lastres más íntimos me hundes,
la señal de la siembra hacen tus manos
cuando toco tu cuerpo;
frente a la vida estamos;
difícil alpinismo es esta historia».
Qué levantada gracia estar contigo,
compañera,
de ti depende que la luz sea clara.
Por un subir de montes a diario
voy
ajeno a los romeros para verte.
Bien sé lo que te quiero:
ciego condecorado en los dos ojos,
más humano que un pájaro con frío,
a la vida me eché para quererte,
a la vida me eché como quien roba
oro para la imagen más querida.
Hay que tener más rabia que un bandido,
más horror que un suicida
y más furia que el mar,
ser
más frío y más pacífico que el hielo
para tenerte cerca y no apurarte
como un sorbo de agua.
Se conmemora en piedras el olvido,
es demasiado el tiempo para el que ama.
Cuando un amante se retira o muere
y alguien quema unas cartas
que se pusieron amarillas pronto,
a la cuarta pregunta nos quedamos
un poco más que polvo para el viento.
A la desesperada
luchan la muerte y los enfermos pobres.
Aquí avizoro,
el descampado aguanto
como el frutal debajo del pedrisco:
Tú allá cruzas el pueblo
morena clara y rápida,
dejándote vivir y siendo hermosa
para que el agua de mi fiebre suba,
para que se me aumente el corazón,
quizá para que muera.