Olor acre de axilas depiladas, de pefume pasado de rosas, de estiércol pisoteado de caballos.
Sé, me lo han contado, que las murallas de la ciudad ya no pueden resistir al infiel. Todas las defensas han fracasado.
El pobre emperador, nuestro bien amado Constantino XI, intenta inútilmente salvar la ciudad de su nombre, pactar con el enemigo, firmar desesperados tratados de paz. Pero todo, lo sé, es completamente inútil.
Escucho griterío de mujeres, carreras enloquecidas, golpes de puertas, aullidos de la soldadesca, mandobles y agonías, eructos de borrachos.
Aún podría escapar, ocultarme en el húmedo sótano disimulado, como aquella otra vez. Pero ahora todo está perdido. Sé bien que esto es el fin.
Salgo a la calle, maldiciones, estruendo, sollozos, humo pestilente.
En la hoja, con gotas de sangre, de un alfanje afilado, miro, tercamente, por última vez, el rostro de este pobre pecador abandonado.