Finalmente una tarde a punto de extinguirse
llega la notificación.
Habla de un destino remoto, tropical, casi ansiado,
de una inseguridad sutil.
Pero esta ciudad es una serpiente que muda de piel
y ya no puede recordar sus sueños.
La luz cae como una casa que se derrumba
y me enamoro de este corredor de piedra, de esta orfandad
cargada de lenguaje.
El cafetero espera para cobrar su deuda
mientras hago entrar en una caja azul varios años
y un día.
Es una derrota y un salvoconducto
y la emoción un simulacro de incendio de la memoria
tan fallido como real.
Miro mi árbol y guardo el lápiz mordido en la base,
como si fuera un incensario precolombino.
Esa mujer que se pierde en la noche, incandescente
de angustia, debo ser yo.
Una noche suave, indefinida, lavada por las estrellas jóvenes.
Bajo las arcadas del Paseo
veo cómo la luna se fotografía a sí misma sobre cada
columna:
vaticinios de una chatarra que no contemplaré.
La migración es tan vieja como la historia,
pero la historia es una laguna seca esta noche.
Voy por un mapa, los poemas de Yeats y alguna camisa para
dormir.
No me daré vuelta,
no bordé mis iniciales sobre nada ni nadie en esta ciudad
calcinada
(la ciudad donde los leones lloran).