Pesado cayó el crepúsculo sobre las callejas de la ciudad.
Sobre el gris de las tejas de adobe y las torres esbeltas,
sobre la suciedad y el polvo de la gran ciudad, su placer, su pesar y su mentira
con implacabilidad majestuosa.
Arrancados de piedras gigantes, los bloques de nubes se oscurecían
incubándose, con rigidez… Y había en el aire
como una obcecación enloquecida, un encresparse que no muere-
al oeste, distante, el día agonizaba.
Entre los castaños pardos del otoño chisporroteaba la tormenta nocturna,
como cuando los mundos se despiertan despabilados
para la última y sangrienta batalla decisiva.
Terquedad en el corazón y sueños salvajes de lucha y desamparo y triunfo arrollador,
me apoyaba en la verja de hierro de mi balcón y veía
el lamer de mil fuegos y las rojas barbas temblar,
ví aún una vez más al coloso herido alzar la bandera llameante.
Una vez más aún martillear la vieja canción salvaje de los héroes
en un torbellino de acordes-
y desmoronarse
y retumbar
sordamente a lo lejos…
Un chirriar de carros en la calle. Música. Canturrean soldados.
Sobresaltado, me estremezco-
sobre las torres y tejados ruge la noche.