«EL viento sabe que vuelvo a casa,
ha detenido el ruido de las goteras de lluvia en el alero.»
Así escribía un poeta hace diez siglos.
Pero ahora el viento ignora quién vuelve a casa.
Por eso grita en estos espacios más fuerte que en las ciudades
en donde muere el tiempo en que todos eran pioneros, guerreros o poetas.
Que siquiera se oiga en los pueblos,
pero también ha perdido su sentido en los pueblos.
Ya no aparecen las bandadas de choroyes y torcazas
que abrumaban los manzanos silvestres.
No hay pudúes, ni guanacos, ni avestruces y los lobos
marinos no se apiñan en las costas.
La tierra daba el triple de lo que le pedían. Las máquinas no alcanzaban a trillar
el trigo de las sementeras. Rebaños innumerables asomaban sus ojos entre los
altos pastizales, las vegas y las llanuras. Sobraba la comida.
Ahora,
bosques quemados.
Tierra
que muestra su desnuda y roja osamenta.
Faltan madera y trigo.
Sobran radios portátiles
y hoy día tenemos televisión.
Sin embargo,
la tierra permanece.
Lo sabe la ciudad en sus pesadillas
y las bombas preparan las mortajas
para los deslumbrantes rascacielos.
U n día
volveremos al primer fuego.
Y los sobrevivientes
apenas podrán conservar
un ramo de gencianas y una palabra amada.