Arden las hojas del otoño
en la humedad crepuscular
de Buenos Aires. Contra un parque
dividido por tres colinas,
la opacidad de su belleza
busca en follajes la mirada
que acompañó la luz. Las lámparas
doradas guardan sus memorias
y encienden sombras en el césped.
Al atardecer se disponen
el horizonte de cortezas
y el suave tacto de los ojos
para construirse otra estancia
con los pájaros. En silencio
subes las calles y regresas
al canto de la noche. Queda
entre tus labios el murmullo
que al abandono pronunciaste,
la rozadura de palabras
dejadas en la soledad
de un cuarto cálido, ya oscuro.
Áspera en su constelación,
la Cruz del Sur abre sus puntas
mientras aguardo tu llegada
porque no eres tú quien ha vuelto
a resplandecer junto al eco,
sino tus huellas hondas, tenues
fragmentos de un espejo en llamas
que te observó al entrar a ciegas
en las membranas del deseo.