De «La muerte» de Charles Baudelaire

144. La muerte de los amantes

Poseeremos lechos colmados de aromas
Y, como sepulcros, divanes hondísimos
E insólitas flores sobre las consolas
Que estallaron, nuestras, en cielos más cálidos.

Avivando al límite postreros ardores
Serán dos antorchas ambos corazones
Que, indistintas luces, se reflejarán
En nuestras dos almas, un día gemelas.

Y, en fin, una tarde rosa y azul místico,
Intercambiaremos un solo relámpago
Igual a un sollozo grávido de adioses.

Y más tarde, un Ángel, entreabriendo puertas
Vendrá a reanimar, fiel y jubiloso,
Los turbios espejos y las muertas llamas.

* * * * *

146. La muerte de los artistas

¿Cuánto mis cascabeles tendré que sacudir
Y besarte la frente, triste caricatura?
Para dar en el blanco, de mística virtud,
Mi carcaj, ¿cuántas flechas habrá de malgastar?

En fintas sutilísimas nuestra alma gastaremos,
Y más de un bastidor hemos de destruir,
Antes de contemplar la acabada Criatura
Cuyo infernal deseo nos colma de sollozos.

Hay algunos que nunca conocieron a su ídolo,
Escultores malditos que el oprobio marcó,
Que se golpean con saña en el pecho y la frente,

Sin más que una esperanza, !Capitolio sombrío!
Que la Muerte, cerniéndose como sol renovado,
Logrará, al fin, que estallen las flores de su mente.

* * * * *

147. El fin de la jornada

Bajo una pálida luz
Corre, danza y se retuerce
La Vida, impura y gritona.
Tan pronto como a los cielos

La gozosa noche asciende
Y todo, hasta el hambre calma,
Ocultando la vergüenza
Se dice el Poeta: «¡Al fin!

Mis vértebras, como mi alma,
Codician dulce reposo;
De fúnebres sueños lleno

La espalda reclinaré
Y rodaré entre tus velos,
¡Oh refrescante tiniebla!»

* * * * *

148. Sueño de un curioso

a F. N.

Conoces, tal mi caso, ese dolor sabroso,
Y de ti haces que digan: «¡Qué ser tan singular!»
-Iba a morir. Y había en mi alma amorosa,
Deseo mezclado a horror, un raro sufrimiento;

Angustia y esperanza, sin humor encontrado.
Mientras más se vaciaba la arena ineluctable,
Más deliciosa y áspera resultó mi tortura;
Se desgajaba mi alma del mundo familiar.

Y era como ese niño, ávido de espectáculos,
Que odia el telón igual que se odia una barrera.
Hasta que, al fin, la fría verdad se desveló:

Sin sentirlo, había muerto, y la terrible aurora
Me circundaba. -¡Cómo! ¿No es más que esto, al fin?
El telón se había alzado y yo aguardaba aún.

* * * * *

150. Epígrafe para un libro condenado

Lector apacible y bucólico,
Ingenuo y sobrio hombre de bien,
Tira este libro saturniano,
Melancólico y orgiástico.

Si no cursaste tu retórica
Con Satán, el decano astuto,
¡Tíralo! nada entenderás
O me juzgarás histérico.

Mas si de hechizos a salvo,
Tu mirar tienta el abismo,
Léeme y sabrás amarme;

Alma curiosa que padeces
Y en pos vas de tu paraíso,
¡Compadéceme!… ¡O te maldigo!

* * * * *

152. Proyecto de epílogo

Para la segunda ecición de «Las flores del mal»

Tranquilo como un sabio, manso como un maldito, dije:
Te amo, oh mi beldad, oh encantadora mía…
Cuántas veces…
Tus orgías sin sed, tus amores sin alma,
Tu gusto de infinito
Que en todo, hasta en el mal, se proclama,

Tus bombas, tus puñales, tus victorias, tus fiestas,
Tus barrios melancólicos,
Tus suntuosos hoteles,
Tus jardines colmados de intrigas y suspiros,
Tus templos vomitando musicales plegarias,
Tus pueriles rabietas, tus juegos de vieja loca,
Tus desalientos;

Tus fuegos de artificio, erupciones de gozo,
Que hacen reír al cielo, tenebroso y callado.

Tu venerable vicio, que en la seda se ostenta,
Y tu virtud risible, de mirada infeliz
Y dulce, extasiándose en el lujo que muestra…

Tus principios salvados, tus vulnerables leyes,
Tus altos monumentos donde la bruma pende,
Tus torres de metal que el sol hace brillar,
Tus reinas de teatro de encantadoras voces,
Tus toques de rebato, tu cañón que ensordece,
Tus empedrados mágicos que alzan las fortalezas,

Tus parvos oradores de barrocas maneras,
Predicando el amor, y tus alcantarillas, pletóricas de sangre,
En el Infierno hundiéndose como los Orinocos.
Tus bufones, tus ángeles, nuevos en su oropel.
Ángeles revestidos de oro, jacinto y púrpura,
Sed testigos, vosotros, que cumplí mi deber
Como un perfecto químico, como un alma devota.

Porque de cada cosa la quintaesencia extraje,
Tú me diste tu barro y en oro lo troqué.

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