El pavor de la nada engendró esta latitud de espanto,
y el existir de tanta soledad sin párpados para el duelo.
Aquí se sucedió el parto antiguo de la muerte.
Aquí, el silencio me mira frente a frente.
Ahí está el polvo, con su hocico voraz y su estatura de tormenta.
Ahí. Ahí, las piedras con su infancia detenida
y sus rostros de niñas sin zapatos.
Ahí, no existe nada que el hombre se refiera. ¡Nada!
Nunca hubo un espejo y una niña. Nunca un buhonero árabe
a la estribera de doña Inés de Suárez, trovando medias y peinetas.
Ni el sombrero destrozado de un jornalero, ni una escuela, ni un borracho,
ofendiéndola con orines abundantes, ahí, en la puerta.
Ni la bosta de una fiera, entregando la noticia del verde de un potrero de primavera.
Aquí, jamás se da en el arpa roja del crepúsculo
el acorde desnudo de un sollozo de mujer.
Aquí, a esta latitud en estéril arena concebida, también llega la noche
con su cargamento de lámparas encendidas.
En este trágico y gigantesco reloj de arena se registra la hora
de todo el Continente.
Aquí, es todo arena. Arena, desde el instante ancho de luz
en el que los caballos galopan a los abrevaderos,
hasta el otro lado de ese tiempo desgarrado del hombre,
cerrando chapas, psotigos y candados.
Arena, desde el Génesis. Arena, desde Enero a Diciembre.
Ahí está el tiempo en arena convertido. En arena, sin nervios y sin venas,
por el viento norte cavador de tumbas en los océanos.
Y el sur amado de las naranjas y de las manzanas. Aqui está escrito, el poema,
la tragedia, la novela, sin tapas y sin título,
de este país de marineros, arrieros, campesinos y mineros,
de mano ancha y coraje de tormenta.
En sus páginas de arenas rojas vive el espanto,
buscando una ventana para fugarse de la muerte.
Y la angustia, con las rodillas rotas, gimiendo un poco de agua
para conocer el mundo desolado de su rostro,
y la soledad acechando a algun poeta para llenarle el pecho
y los bolsillo de tristeza.
Esta árida, vacía latitud de arena, existe en Chile,
país en que los potros relinchan
y los toros braman junto con la selva.
Aquí está invierno, venid a verle convertido en ríos,
y a oir crujir el envigado de los cielos
y a mirar un luto de paraguas.
Y las islas numerosas, abordadas de leyendas.
Y los relámpagos, asustando ventanas y mujeres.
País con huertos y viñedos. Guitarras y tonadas
con unos ayes provocan el deseo de pedirle a la cantora
la boca toda y un pedazo de su cama,
fragante a miel de monte y mata claveles. A trigo,
lentejas y frijoles.
País, Chile, con una cola fría y blanca de cemento. Ahí, lana,
y nieve, balan las ovejas…
Pero, lo que yo canto es una distancia trágica,
agresiva, de soledad de arena, toda,
donde se sucede la desesperación, la angustia, el terror, el miedo,
inútilmente, en el corazón del hombre y de la bestia.
Ahí, están sepultadas las gargantas de todos los bebedores,
bebiendo sed eterna.
Y los ojos planetarios de los equinos y vacunos,
soñando pastos, remansos y lluvias.
Ahí, está el tiempo en arena convertido.
Desierto de Atacama de Guillermo Quiñonez Alvear
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