Ayer fui con los curas de mi pueblo
a exorcizar el angustiado azogue
del misterioso rostro de tu espejo.
Se disfrazó la rosa con tu nombre
en la frase más triste que han escrito
mis manos, al llegar la media noche.
Subiste al barco donde duerme el trino
sin llevar la pareja necesaria,
y por cuarenta días no ha llovido.
El código nocturno es una araña
bajando por los húmedos cabellos
del sueño que alimenta nuestra patria.
En vano purifico tu evangelio
en esta esquina fresca como el agua.
¡No vale ningún encantamiento!
Y desperdicio aquí, mi última carta.
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