Discurso del paralítico de Gilberto Owen

Encadenado al cielo, en paz y orden,
mutilado de todo lo imperfecto,
en esta soledad desmemoriada
—paisaje horizontal de arena o hielo—
nada se mueve y ya nada se muere
en la pureza estéril de mi cuerpo.

Solo la ausencia. Sólo las ausencias.
A la luz que me ofusca, en el silencio
del aire ralo inmóvil que me envuelve
en las nubes de roca de este cielo
de piedra de mi mundo de granito,
sólo una ausencia viuda de recuerdos.

Pues quise ver la lumbre en las ciudades
malditas. Quise verlas flor de fuego.
Quise verlas el miércoles. Al frente
no me esperaba ya sino un incesto
y el carnaval quemaba en sus mejillas
y el último arrebol de mi deseo.

Aquí me estoy. La sal va por mis brazos
y no llega a mis ojos, río yerto,
río más tardo aún de la cisterna
del pulso de mi sombra en el espejo,
camino desmayado aquí, a la puerta
de mi Cafarnaúm, allí, tan lejos.

No ser y estar en todas las fronteras
a punto de olvidarlo o recordarlo todo totalmente.
en mi lenguaje de crepúsculos
no hay ya las voces mediodía, ni altanoche, ni sueño.

Por mi cuerpo tendido no han de llegar las olas a la playa
y no habrá playas nunca,
y por mí, horizontal, no habrá nunca horizontes.

Hosco arrecife, aboliré los litorales.
Los barcos vagarán sin puerto y sin estela
—pues yo estaré entre su quilla y el agua—
40 noches y 40 días,
hasta la consumación de los siglos.

(Si tuviera mis ojos, mis dedos, mis oídos,
iba a pensar una disculpa para cantarla esa mañana.)

Venganza, en carne mía, de la estatua
que condené para mi gula al tiempo,
a moverse, olvidada de sus límites,
a palabras de vidrio sus silencios.
Venganza de la estatua envejecida
por el fláccido mármol de su seno.

Y Conventry. La lumbre de mis ojos
en los ijares lánguidos hundieron,
Lady Godiva que se me esfumaba
muy nube arrebatada por el viento,
y era Diana dura, o sus lebreles,
o la hija de Forkis y de Ceto.

Porque yo tuve un día una mañana
y un amor. Fino y frío amor, tan claro
que lo empañaba el tacto de pensarlo.

Vi al caballo de azogue y al pez lúbrico
por cuya piel los ríos se deslizan,
lentos para su imagen evasiva.

Y tendría también un nombre, pero
no logró aprehenderlo la memoria,
pues mudaba de sílabas su idioma
cuando las estaciones de paisajes.

Aún canta el hueco que dejó en mi mano
la translúcida mano de su sombra,
y en mi oreja el mar múltiple del eco
de sus pausas aún brilla.

Huyó la forma de su pensamiento
a la Belén alpina o subterránea
donde los ríos nacen, y velaron
su signo las palomas de Diodona.

Y una voz en las rutas verticales
del mediodía al mediodía por mis ojos:

”Cuando el sol se caía del cielabril de México
el aire se quedaba iluminado hasta la aurora.”

”Las muchachas paseaban como cocuyos
con un incendio de ámbar a la grupa,
y en nuestros rostros de ángeles ardían canciones y alcoholes
con una llama impúdica e impune.”

”Nuestras sombras se iban de nosotros,
amputaban de nuestros pies los suyos
para irse a llorar a los antípodas
y decíamos luna y miel y triste y lágrima
y eran simples formas retóricas.”

(¿No recuerdas, Winona, no recuerdas
aquel cuarto de Chelsea? El alto muro
contra los muros altos, y las cuerdas
con su ropa a secar al are impuro.

Y el río de tu cuerpo, desbordado
de luz de desnudez, y más desnuda
adentro de sus aguas, tú, y al lado
tuyo tu alma mucho más desnuda.

Y recuerda, Winona, aquel instante
de aquel estío que arrojó madura
tu cereza en la copa del amante.

Y el grito que me guiaba en la espesura
de tu fiebre, y en mi fiebre calcinante
entrelazada a tu desgarradura.)

Pero la tarde todo lo diluye.

La luz revela sus siete pecados
que nos fingieron una salud sola
y oímos y entendemos y decimos
las blandas voces que a la voz repugnan:
lágrimas, miel, candor, melancolía.

Porque la tarde todo lo dispersa.

Todas las mozas del mundo destrenzan sus brazos y acaba la ronda,
a las seis de la tarde se sale de las cárceles
y están cerradas las iglesias.
Nada nos ata a nada
y, en libertad, pasamos.

Mirad, la tarde todo me dispersa.

Que ya despierte el que me sueña.
Va a despertar exhausto, Segismundo,
un helado sudor y un tenebroso
vacío entre las sienes. Pero el premio
que habrá en su apremio de sentirse móvil…

Alargará las manos ateridas
y de su vaso brotará la blanca
flor de la sal de frutas. Y en cien gritos
repetirá su nombre y todo el día
saltará por los campos su alarido.
Y por la noche ha de llegar exhausto,
mas no podrá dormirse, Segismundo.

Que ya despierte. Son treinta y tres siglos,
son ya treinta y tres noches borrascosas,
que le persigo yo, su pesadilla,
y el rayo que le parta o le despierte.
Quien lo tiene en sus manos me lo esquiva.

Clave

Donde el silencio ya no dice nada
porque nadie lo oye; a esta hora
que no es la noche aún sino en los vacuos
rincones en que ardieron nuestros ojos;

donde la rosa no es ya sino el nombre
sin rosa de la rosa y nuestros dedos
no saben ya el contorno de las frutas
ni los labios la pulpa de los labios,

grita Elías (arrebatado en llamas
a cualquier punto entre el cielo y la tierra)
grita Elías su ley desacordada
en el viento enemigo de las leyes:

”Cuando la luz emana de nosotros
todo dentro de todos los otros queda en sombras
y cuando nos envuelve
¡qué negra luz nos anochece adentro!”

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