El día ha amanecido.
Anoche te he tenido en mis brazos.
Qué misterioso es el color de la carne.
Anoche, más suave que nunca:
Carne casi soñada.
Lo mismo que si el alma al fin fuera tangible.
Alma mía, tus bordes,
tu casi luz, tu tibieza conforme.
Repasaba tu pecho, tu garganta,
tu cintura: lo terso,
lo misterioso, lo maravillosamente expresado.
Tocaba despacio, despacísimo, lento,
el inoíble rumor del alma pura, del alma manifestada.
Esa noche, abarcable; cada día, cada minuto, abarcable.
El alma con su olor a azucena.
Oh, no: con su sima,
con su irrupción misteriosa de bulto vivo.
El alma por donde navegar no es preciso
porque a mi lado extendida, arribada, se muestra
como una inmensa flor; oh, no: como un cuerpo
maravillosamente investido.
Ondas de alma…, alma reconocible.
Mirando, tentando su brillo conforme,
su limitado brillo que mi mano somete,
creo,
creo, amor mío, realidad, mi destino,
alma olorosa, espíritu que se realiza,
maravilloso misterio que lentamente se teje,
hasta hacerse ya como un cuerpo,
comunicación que bajo mis ojos miro formarse,
organizarse,
y conformemente brillar,
trasminar ,
trascender,
en su dibujo bellísimo,
en su sola verdad de cuerpo advenido;
oh dulce realidad que yo aprieto, con mi mano, que por
una manifestada suavidad se desliza.
Así, amada mía,
cuando desnuda te rozo,
cuando muy lento, despacísimo, regaladamente te toco.
en la maravillosa noche de nuestro amor.
Con luz, para mirarte.
Con bella luz porque es para ti.
Para engolfarme en mi dicha.
Para olerte, adorarte,
para, ceñida, trastornarme con tu emanación.
Para amasarte con estos brazos que sin cansancio se
ahorman.
Para sentir contra mi pecho todos los brillos,
contagiándome de ti,
que, alma, como una niña sonríes
cuando te digo: « Alma mía… »