Árbol que, como el hombre, te alimentas del lodo,
pero que alzas al cielo los brazos retorcidos
y, apretado a tus ramas, mantienes alto todo
lo que amas: hojas nuevas, botones, flores, nidos,
quiero tu paz severa, tu fe en orar en vano,
tu esperar, cuando emigran, que las aves regresen;
tu silencio, más hondo que mi cantar humano,
y tu ardor por cubrirte de flores, que fenecen…
Tú te bastas: tú creas la flor que lleva un germen
que en cualquier campo sano perpetúa tu ser:
el hombre, tras de angustias de amores que le enfermen,
pondrá en su estirpe obscuras influencias de mujer.
Árbol, tu sombra a todos protege; tu perfume,
por el amor del viento, se puede disfrutar;
pero el hombre, en sus ansias de darse, se consume
por ofrecer un bien que no puede formar.
Buscándolo, recorre los valles. Su destino
obscuro le hace ser eterno vagabundo,
y tú, inmovilizado junto a cualquier camino,
le dices que encontraste tu sitio en este mundo.