Sí, puedo perfectamente recordar que sucedía en la noche
por el ruido preciso y espectacular -que aún estalla en mi rostro-
de los espolones de la guardia de corps, difícilmente sujeta
a sus señores en unos tiempos, aquellos de los que os hablo,
sembrados del desorden y la más indisciplinada nocturna
diversión desconsiderada. Nos sentamos, mi protector y yo,
en el banco frontal a la iglesia Nazarena, y allí escuché, arrobado,
el maligno relato. Él había conocido bien al Barón, y de aquel trato
su conocimiento tan pormenorizado del color rojizo que tenía
en el pelo y el amor antinatural que aún le profesaba.
Hubo un rasgo en la historia, con todo, que me asombró: el lobo
calzaba medias en lugar de mirliflores, como suele ser habitual,
y la princesa, no siendo una belleza deslumbrante, se negaba
una y otra vez a hacerse pasar por coqueluche y por amante de la Bestia,
ignorando la tonta que estas uniones un poco fuera de lo normal
siempre reportan después grandes beneficios, y renombre.