No levantan la mirada. No hay nada
más que el aliento gris
que emanan sus marrones,
un resuello que va espesando arriba
y les deja rendidos al asfalto.
Ni sueñan: no hace falta. Ni recuerdan.
Ni desde luego intentan
elevar su plegaria a las alturas.
¿Dios qué puede ofrecerles?
¿Qué puede ofrecer a nadie un mendigo
que va pisando charcos sin ser visto?
Pequeños, sometidos,
al ritmo de unas músicas paganas
y en una ratonera de edificios,
celebran naderías.
Mientras sigan rodando los días con sus noches
y no vuelvan a descubrir el cielo,
será mejor así: los párpados caídos
y el corazón en casa.
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