El destino del arte de Alfredo Lavergne

Sobre su caballo venía en una pata
y ejercitaba la vitalidad del hecho creado.
Luego fue el temblor, el crepúsculo y hoy acantilados.

No lo duden,
fueron naturales obstáculos
y la disciplina arbitraria del hombre.

Si les parece que comenzó con el instinto,
no olviden que aprendió a criticar

En las calles

En los particulares trece o equis charcos del criollismo
En los nuevos éxtasis del tránsito de los cerebristas
En la fragilidad del doble palpitar de las esquinas
En la tranquilidad que se anudan las sombras
En el sosiego que acecha en la materia
En la tregua que se funde en la vereda
En el armisticio que acentúa la niebla
En la pluma flotando en la poza
En los postes clavados al cielo
En los grillos que atraviesan
En su pecho de adoquines
En los neones que cambian de rostro
En los silbidos que penetran al sésamo
En los matorrales que se echan en el césped
En la cintura visible de la versión de los periódicos.

Luego,
el arte se presentó
a las estrellas que tumbaron el hacha de las cigüeñas.
Allí encontró un punto, un cabo, una realidad lejana
entre sitios eriazos y rodillas afaroladas.

Así,
se forjó lentamente el proceso artístico de América

Por caminos que son hilos que toman el pulso
Por rutas que sacuden la rodaja de la distancia
Por senderos que rumorean viejas heridas
Por los accesos al beneficio propio
Por el sueño adiestrado por el miedo

Por las formas o los garfios de la moneda
Sus viajes
Estas imágenes Estas apariencias Estas estructuras.

Y murmuran,
que todo ocurrió
para recordar al antiguo ser coloreado de fantasía
o en el equipo que ama al maestro
o en los escaparates de revistas sin puerta de escape.

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