«¡Conque de tus recetas exquisitas,
Un Enfermo exclamó, ninguna alcanza!…»
El médico se fue sin esperanza,
Contando por los dedos sus visitas.
Así desengañado,
Y creciendo por horas su dolencia,
De este modo examina su conciencia:
«En todos mis contratos he logrado,
No lo niego, ganancia muy segura;
Trabajé en calcular mis intereses:
Aumenté mi caudal en pocos meses,
Más por felicidad que por usura.
Sin rencor ni malicia
Hice que a mi deudor pusiesen preso:
Murió pobre en la cárcel, lo confieso;
Mas, en fin, es un hecho de justicia.
Si por cierto instrumento
Reduje una familia muy honrada
A pobreza extremada,
Algún día leerán mi testamento.
Entonces, muerto yo, se hará patente,
En la tierra lo mismo que en el cielo,
Para alivio de pobres y consuelo,
Mi caridad ardiente.»
Una Visión se acerca y dice: «Hermano,
La esperanza condeno
Del que aguarda a morir para ser bueno.
Una acción de piedad está en tu mano:
Tus prójimos, según sus oraciones,
Están necesitados:
Para ser remediados
Han menester siquiera cien doblones.»
«¡Cien doblones! No es nada.
tY si, porque Dios quiera, no me muero,
Y después me hace falta ese dinero,
Sería caridad bien ordenada?»
«Avaro, ¿te resistes? Pues al cabo
Te anuncio que tu muerte está cercana.»
«¿Me muero? Pues que esperen a mañana.»
La Visión se volvió sin un ochavo.
El enfermo y la visión de Félix María de Samaniego
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