Atraído por la visión de un árbol, camino por la sabana, hasta extraviarme
en su paisaje. Su tallo, abarcable por ocho hombres en círculo. Tan alto
que aves migratorias se desvían de su ruta, allá lejos, imantados por su
presencia. Palacio para pájaros. Bajo su fronda me acuesto hasta entrar en
el trance del intersueño. Mi visión se desplaza como si otro llevara en su
rostro mis ojos. Avanza. Una pradera. Hongos, gigantes, de un material
calcáreo. Corro. Me acompañan vientos corporeizados o cuerpos huracanados.
Luego, una arboleda de robles. Una pequeña laguna.
Los vientos me abandonan en la parte trasera de una casa, construida con
maderas que exhalan aromas. Hay recámaras, amplísimas, de techos altos. Hay
cervatillos, grabados sobre pieles; miran, perplejos, un remolino de aves.
Emblemas de oro, plata y piedras pulidas.
En el espejo de ónix se ve la entrada a un recinto donde se realiza un
diálogo, sin palabras, entre muchas personas. Leves corrientes de un viento
atémporo ondulan, benévolamente, en el cielo de este recintosemi-elipsoidal.
Proceden de remotos parajes o tal vez siempre han estado atrapados en el
espejo negro. Al atravesar ese velo, se siente que nos esperaban. Todos
dicen, con mucha clarividencia, mensajes fundamentales. Es un habla que no
puede ser expresada sino como un coro de briznas flotantes. Al regresar de
allí se siente que esas voces, como viento que roza las espigas, nunca más
nos abandonarán.
Los ojos regresan al cuerpo.
El espejo negro de Jairo Guzmán
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