Por un largo camino en donde el viento aúlla,
hace tiempo que arrastro el fardo de los sueños
rotos y apolillados, que me eché sobre el hombro
como un viejo mantón de enmarañados flecos.
Aunque ya hinchado, engrosa sin cesar
devorando tesoros, locuras y proyectos
que nunca se alzarán hasta la altura
de la ola inestable del deseo.
Confundidos, se caen, se precipitan,
en pugna sorda por llegar al suelo,
los cantos saltarines en la acera,
los amargos librotes del colegio,
las palabras valientes de la mañana joven
y las copas nocturnas, aromadas de besos.
Se van perdiendo al hilo del camino,
las charlas y paseos por los jardines yertos
-los libros bajo el brazo y el mirar de reojo
al muchacho de turno en la tarde de invierno-.
Se esfuman con las luces del lento atardecer
los rostros de los viejos compañeros,
se me enfría la cálida mano de la amistad,
me abandonan las voces amadas de los muertos.
Desde hace muchos años me entorpece en la marcha,
por el arduo camino que ya llega a su término,
este fardo cargado de alegrías perdidas,
de tanta fiera lágrima y de tan locos sueños.
Pero aún sonrío a/penas en el ámbito último
en donde la ternura tomó el cetro,
y avanzo tanteando hacia el final sombrío
con el cuerpo inclinado por el peso.
El fardo de Paz Díez Taboada
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