He aquí
el hombre que acontece
cotidiano como el pan o como el aire
alfarero de la luz, el que renace
de su propia simiente hasta la eterna
condición de la palabra.
El hombre
vertebrado de esperanza
que encuentra de repente entre las manos
auroras boreales, la evidencia
primera de las cosas y, alargando
la verdad que le cabe en la estatura,
derrumba las murallas del silencio
con su sola presencia, con el grito
que restalla empecinado por el pecho.
El hombre
que transe su cuerpo con la ausencia,
el que raja el dolor como una hogaza
y habiendo de beber, incontenibles,
los vinos que añejaron su crianza
en la honda oscuridad del desencanto,
halla un límite capaz para el consuelo.
El que un día
cualquiera y sin historia
-de tantos como quedan atrapados
en la redondez opaca de los años-
desanda las calles del olvido,
la avenida más larga del recuerdo,
llamando a los amigos por su nombre.
El que al borde
del amor -último gesto-
es tan sólo quietud, tan sólo piedra
y se sabe de raíz y añadidura.
El hombre, la palabra y el recuerdo de Ángel García Aller
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