Me seguía un perrillo
hambriento y fiel. Yo era
fiel también a sus pasos, y no sabría decir,
ahora, quién seguía
a quién. Y exploraba con mi hermana,
o con algún amigo, y muchas veces solo,
los pasajes del fuego sediento, el verano
en las bellas laderas, o los felices charcos
del otoño insular. En lo más alto
de los árboles hice un mirador
sobre la casa y sobre los caminos
que hasta ella llevaban, la camisa
manchada por el níspero de julio
y con tierra en las manos, descalzo
sobre la tierra húmeda y rojiza.
¿Podré decir, así, que el cielo
como manto allá arriba protegía
con su extendida claridad mis pasos?
Amada tierra de esplendor, cavé
desde entonces en ti, y en ti me acogerás.
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