El mar estaba lejos.
Pero en el aire húmedo de la mañana
se percibía un vago olor salado y rumoroso.
Fue entonces cuando el hombre despertó.
Guardó en su pecho las hermosas imágenes del sueño
y emprendió su camino.
Atrás fueron quedando
las ciudades, los pueblos, las aldeas
que el afán de los hombres levantara.
Atravesó también bosques umbrosos,
tierras resecas, valles pensativos.
Pasaron muchas horas. Y ya el sol último
arrojaba los restos de su incendio
a las cimas de los montes más altos.
Y el caminante se adentró en la noche
como un dios en su soledad.
Ahora la luna brilla en el centro del cielo
y su plena mirada contempla con amor
la juventud del hombre y su quimera.
El mar estaba aún lejos. Pero ya podía oírse
su canción misteriosa.
La madrugada
refrescaba las sienes fatigadas del hombre,
que siguió caminando y advirtió
una presencia humana en la lejana orilla.
Una hermosa muchacha lo veía acercarse:
eran grandes sus ojos;
su cabello, oscuro como el viento nocturno:
su cuerpo, silvestre y frágil.
Intensamente se miraron,
y el silencio les hizo comprenderse.
Abandonaron sus ropas en la arena
y juntos penetraron en las oscuras aguas.