El pan de cada sombra de Jeannette L. Clariond

I. Esta costumbre,
esta grave costumbre de perderse
al momento en que hilos,
hojas lanceoladas,
tenues luces
de rostros
se deslíen
y cuerpos se borran
como en una vieja fotografía.

Hacienda, pan,
todo guarda su nombre bajo la sombra.

Siete vados antes de entrar a la ciudad
aún esparcen su mancha neblinosa.

II. Ruinas, nogales, sicomoros
desmoronándose en mis manos,
y entre huellas
el asomo de un lugar.

Espeso polvo, cordilleras,
nocturno el cañón
donde los gansos blancos de Babícora
esparcen la ceniza que dejaste enterrada en el Chuvíscar,
en la distancia que llamamos cercana indiferencia,
sus múltiplos sumándose a la trayectoria de tus días.

El eco de tus lamentos entre muros,
la soledad que ciñó tu muerte,
mito de noches y distancia,
certeza de lo que no es.

III. Arde la aurora,
alumbra la ciudad en ruinas,
el corredor de ancha bóveda,
los caminos de tierra,
el pantanoso piso de la caverna;
y buscas en tu cuerpo
ese cuerpo
extraviado
que se hunde.

IV. De noche las persianas,
los sueños
alejando su frente,
el vino que aromó la mesa,
el mediodía;
él era el mediodía,
la morada,
el sueño de quien ve doblemente en los espejos;
y en ese sueño el alarido,
la cuerda que nos ata
de los crepúsculos
a la contemplación.
Hablará de tu luz, alas de hielo
devolviéndome el canto,
la fuerza de los años
sostenida
en un atril.

V. Qué lugar es éste en el que habito
de hojas y penumbra presentir.
El polvo sella
el hambre del recuerdo…
Cae la noche
entre el silbido de los trenes.
Vestida de novia
la muñeca
de la hacienda va
por el pasillo oscuro.

VI. Orlas, círculos en la arcada central.
El amor desciende sobre el imperio de la cera,
alumbra el pan de cada sombra,
las tardes de manganeso,
la puerta en la balaustrada
que abre al mar
de tu borrasca.

Vuelve a tu cuerpo lo marmóreo azuloso
de raíz
y desde el techo antorchas
cuando el agua del corazón adormece.

La sequía adelanta una luz
y su palabra,
al centro,
como una gran copa de alabastro.

VII. Desde lo alto del jardín
el ocelote;
desde lo alto la columna,
el blandor de la hierba,
la sal,
la blanquísima túnica del olvido;
devastada ciudad, salutación del mago
que de lejos aproxima
el resplandor,
el invierno que adivinas
y hiere
–su cobija de escarcha.

Junto al mar,
en el risco
donde los pelícanos duermen,
una reja sobre tu rostro,
una casa vacía
entre la cresta y la baja marea.

VIII. Jardín donde la rosa desgajó sus pétalos
sobre altos aleros de ébano;
las demitasses bajo el péndulo,
el piano, su macramé
deshaciéndose
entre gasas y azogues de espejo.

Un eco apenas luz
arde
en el recinto de azulejos.

IX. La pileta al centro,
los adobes, la acequia
donde flotan nardos:
cóndores que se hunden
en la niebla;
la pérgola, el vino puesto,
la silenciosa sal,
el pozo oscuro de palomas,
la lluvia contra gastados cristales,
velas que resplandecen,
remota luz que enciende
el pasado a la mesa.

X. Tres blancos potrillos se alejan…
La materia del deseo
gastada en la precisión de tus infinitos cálculos
es la noche rumiando
la dimensión del fruto,
breve en la mano abierta del invierno
sobre el blandor del pasto.
La materia del deseo,
su precisión de infinito,
es la noche,
esta noche rumiando
mi dimensión de fruto.

XI. Entre aleros y campanas,
rezos y palomas se extienden
a lo largo de la calle.
Y la madre, abismada
en su ajetreo de alacenas,
en su ir y venir
por el negro lienzo,
por el negro día
donde la hierba fenece.
Los aleros se desploman
como palomas muertas.
Así van sumándose las horas,
el crujir de la madera,
las sombras de los sicomoros
en medio de un silencio,
en medio de un vacío
que recorre tu espalda;
sumándose las horas,
largas horas de este invierno
que enmohece.
Mas la malla resguarda el jardín
entre azulejos.
Aquella edad
aún pende de la rama,
pájaro enfermo
que al anochecer
se abre al caudal
de una nostalgia que crece.

XII. Dos ibis sosteniendo el tiempo,
cielos para que al menos
un instante pudiéramos soñar.
Luego, los altos montes,
atolones circundando la isla,
esa limitación tatuada
de faro
y llaga de raíz,
esa perpetua gaviota perdida entre los riscos,
esa raíz oscura de lago mudo y órbita violeta.
¡Oh madre! La muerte en tus manos
y en el orto
las rosas abiertas
hacia la copa del ébano,
urnas que alumbran la levedad.
Y en el principio el Amor con sus alas rojas
sucediéndose
sobre láminas de cobre
que su piel desprenden.
Fuego, manos,
marchitan esta grave costumbre
de rostros que se deslíen
y cuerpos que se borran como en una vieja fotografía.

Hacienda, pan,
todo guarda su nombre bajo la sombra.

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