Era dulce, pequeña, intranquila,
con los bucles de un bronce de gloria,
con la voz infantil e insinuante
y las manos leves, cándidas e inquietas.
Fingían sus ojos rendidos
al mirar, dos profundas violetas;
su menuda presencia exhalaba
un bíblico aroma de mirra y de ungüento,
y toda su carne temblaba
como tiembla un rosal bajo el viento.
A su amor arribé muy temprano,
al cantar de la alondra primera,
y me vieron rondar sus jardines
las noches de luna de la primavera.
Mas pasó cual la sombra de un ave
sobre un lírico estanque dormido,
y quedaron vibrando, vibrando,
sus palabras de miel en mi oído.
Y ésta fue toda entera su dádiva:
la visión de unos ojos azules
donde un lampo indeciso se esconde,
¡y una voz de frescuras edénicas
que a través de mis males responde!
La otra tenía un encanto terrible
y el amor de las Reinas de Oriente,
y no sé qué avidez tan profunda
ni qué dejos de gracia indolente.
Gota a gota me daba sus néctares;
sorbo a sorbo bebía mi sangre
como en un sacrificio cruento,
y su brava pasión era un vórtice
y una llama y un aire violento…
Y ésta fue, toda justa, su dádiva:
el temprano saber de la ciencia
que destruye enemigos cuidados,
y el recuerdo de aquella frecuencia
en los brazos duros, firmes e insaciados.
La tercera, de manos filiales,
olorosa a reliquias antiguas,
destilaba venenos letales
en dulces palabras exiguas.
Evocaba las noches profundas,
subyugantes, de mórbido imperio,
en la tórrida selva cargada
de aromas sutiles, de vago misterio.
Parecía en los ojos absortos
de un incógnito anhelo cautiva,
y en su adusta esquivez era fácil
y en su vasta indolencia era altiva.
Y ésta fue, simplemente, su dádiva:
la experiencia de amores extraños,
de un trémulo busto, de un alma inasible…
la pena inconforme del goce perdido…
y, después de todo,
¡la inquieta avaricia de un nuevo sentido!
La otra, que ardía en mil llamas ocultas,
era fértil, reidora, violenta,
ya trueque de un beso, de un mimo, de un canto,
con secreto orgullo gustaba su afrenta.
Era mía, era mía, era mía
en el huerto, en la luz, en la sombra…
(¡Embriaguez matinal, quién te llama
por mi voz! ¡Juventud, quién te nombra!)
Y ésta fue, fatalmente, su dádiva:
el temblor femenil de la carne
que en mi propio temblor se extenúa;
la gota de acíbar que un genio maléfico
en el vaso colmado insinúa;
y en las horas de examen doliente,
la obsesión de la rabia postrera
que al mando del tedio inclemente
arrojó un corazón en la hoguera.
Y después, y después… cuántas manos
al haz de mis nervios asidas…
cuántas trémulas sierpes de fuego…
cuántas torres de orgullo, rendidas…
La una, que fue largamente suspensa
de mi voz, de mi gesto más leve;
la otra, que mira, que calla y que piensa
un trágico impulso, mas nunca se atreve.
Las unas, volubles, pérfidas y locas;
las otras, ardidas en llamas constantes;
discretas acaso, de un dulce misterio,
o acaso extenuadas y siempre anhelantes.
…Una, simple, dejóme el gustoso
sabor de las horas inútiles
en vano y amable sosiego;
otra, rica en olor de sus campos,
aromó mis noches de albahaca y espliego.
La dama fortuita, de tenues perfiles,
melancólica, unciosa y extraña,
se asoma en la honda cisterna del tiempo
envuelta en un halo de luz de la tarde;
la postrera, de impulsos diabólicos,
me dejó coronado de espinas:
mi corazón entregué a sus antojos
y le estrujaron sus manos dañinas.
¡Mujeres de un tiempo florido y lejano!
¡Mujeres de un tiempo duro, tempestuoso!
Las que ofrendan cándidas, el beso temprano,
las que dan, malignas, vino peligroso…
las que piden bellos madrigales
y dardos ocultos en las breves glosas
que van a adularlas…
¡Mujeres que ponen su soplo en las rosas
para deshojarlas!
¡Por ellas, cargado de mieles y acíbares,
el corazón, rebosante. se entrega;
por ellas diluye su propia virtud en un cántico,
como la esencia que el bosque nocturno
diluye en las alas de un aire romántico!