El río traía a veces zapatos de mujeres entre las hojas tiernas
y los troncos muertos.
Pero nosotros cruzábamos los puentes con canciones y pañuelos de azafrán.
Y, en el verano, colgábamos pendientes de cerezas en las orejas de la amada.
Más allá, en su memoria, los ciervos se incendiaban como flechas de sangre:
veloces en sus ojos azules y lejanos; rojos en sus cabellos heridos por la bruma.
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