Al ingeniero de caminos el célebre escritor
don José de Echegaray, su admirador y amigo.
Canto primero: la noche
I
Habiéndome robado el albedrío
un amor tan infausto como mío,
ya recobrados la quietud y el seso,
volvía de Paris en tren expreso;
y cuando estaba ajeno de cuidado,
como un pobre viajero fatigado,
para pasar bien cómodo la noche
muellemente acostado,
al arrancar el tren subió a mi coche,
seguida de una anciana,
una joven hermosa,
alta, rubia, delgada y muy graciosa,
digna de ser morena y sevillana.
II
Luego, a una voz de mando
por algún héroe de las artes dada,
empezó el tren a trepidar, andando
con un trajín de fiera encadenada.
Al dejar la estación, lanzó un gemido
la máquina, que libre se veía,
y corriendo al principio solapada
cual la sierpe que sale de su nido,
ya al claro resplandor de las estrellas,
por los campos, rugiendo, parecía
un león con melena de centellas.
III
Cuando miraba atento
aquel tren que corría como el viento,
con sonrisa impregnada de amargura
me preguntó la joven con dulzura:
«¿Sois español?». Y su armonioso acento,
tan armonioso y puro, que aun ahora
el recordarlo sólo me embelesa,
«Soy español» la dije; «¿y vos, señora?».
«Yo», dijo, «soy francesa.»
«Podéis», la repliqué con arrogancia,
«la hermosura alabar de vuestro suelo,
pues creo, como hay Dios, que es vuestra Francia
un país tan hermoso como el cielo.»
«Verdad que es el país de mis amores,
el país del ingenio y de la guerra;
pero en cambio», me dijo, «es vuestra tierra
la patria del honor y de las flores:
no os podéis figurar cuánto me extraña
que, al ver sus resplandores,
el sol de vuestra España
no tenga, como el de Asia, adoradores.»
Y después de halagarnos obsequiosos
del patrio amor el puro sentimiento,
entrambos nos quedamos silenciosos
como heridos de un mismo pensamiento.
IV
Caminar entre sombras es lo mismo
que dar vueltas por sendas mal seguras
en el fondo sin fondo de un abismo.
Juntando a la verdad mil conjeturas,
veía allá a lo lejos, desde el coche,
agitarse sin fin cosas oscuras,
y en torno, cien especies de negruras
tomadas de cien partes de la noche.
¡Calor de fragua a un lado, al otro frío!…
¡Lamentos de la máquina espantosos
que agregan el terror y el desvarío
a todos estos limbos misteriosos!…
¡Las rocas, que parecen esqueletos!…
¡Las nubes con extrañas abrasadas!…
¡Luces tristes! ¡Tinieblas alumbradas!…
¡El horror que hace grandes los objetos!…
¡Claridad espectral de la neblina!
¡Juegos de llama y humo indescriptibles!…
¡Unos grupos de bruma blanquecina
esparcidos por dedos invisibles!
¡Masas informes…, límites inciertos!…
¡Montes que se hunden! ¡Árboles que crecen!…
¡Horizontes lejanos que parecen
vagas costas del reino de los muertos
¡Sombra, humareda, confusión y nieblas!…
¡Acá lo turbio…, allá lo indiscernible…,
y entre el humo del tren y las tinieblas,
aquí una cosa negra, allí otra horrible!
V
¡Cosa rara! Entretanto,
al lado de mujer tan seductora
no podía dormir, siendo yo un santo
que duerme, cuando no ama, a cualquier hora.
Mil veces intenté quedar dormido,
mas fue inútil empeño:
admiraba a la joven, y es sabido
que a mí la admiración me quita el sueño.
Yo estaba inquieto, y ella,
sin echar sobre mí mirada alguna,
abrió la ventanilla de su lado
y, como un ser prendado de la luna,
miró al cielo azulado;
preguntó, por hablar, qué hora sería,
y al ver correr cada fugaz estrella,
«Ved un alma que pasa», me decía.
VI
«¿Vais muy lejos?», con voz ya conmovida
le pregunté a mi joven compañera.
«Muy lejos», contestó; «¡voy decidida
a morir a un lugar de la frontera!»
Y se quedó pensando en lo futuro,
su mirada en el aire distraída
cual se mira en la noche un sitio oscuro
donde fue una visión desvanecida.
«¿No os habrás divertido»,
la repliqué galante,
«la ciudad seductora
en donde todo amante
deja recuerdos y se trae olvido?»
«¿Lo traéis vos?», me dijo con tristeza.
«Todo en Paris lo hace olvidar, señora»,
le contesté, «la moda y la riqueza.
Yo me vine a Paris desesperado,
por no ver en Madrid a cierta ingrata.»
«Pues yo vine», exclamó, «y hallé casado
a un hombre ingrato a quién amé soltero.»
«Tengo un rencor», le dije, «que me mata.»
«Yo una pena», me dijo, «que me muero.»
Y al recuerdo infeliz de aquel ingrato,
siendo su mente espejo de mi mente,
quedándose en silencio un grande rato
pasó una larga historia por su frente.
VII
Como el tren no corría, que volaba,
era tan vivo el viento, era tan frío,
que el aire parecía que cortaba:
así el lector no extrañará que, tierno,
cuidase de su bien más que del mío,
pues hacía un gran frío, tan gran frío,
que echó al lobo del bosque aquel invierno.
Y cuando ella, doliente,
con el cuerpo aterido,
«Tengo frío», me dijo dulcemente
con voz que, más que voz, era un balido,
me acerqué a contemplar su hermosa frente,
y os juro, por el cielo,
que, a aquel reflejo de la luz escaso,
la joven parecía hecha de raso,
de nácar, de jazmín y terciopelo;
y creyendo invadidos por el hielo
aquellos pies tan lindos,
desdoblando mi manta zamorana,
que tenía más borlas, verde y grana
que todos los cerezos y los guindos
que en Zamora se crían,
cual si fuese una madre cuidadosa,
con la cabeza ya vertiginosa,
la tapé aquellos pies, que bien podrían
ocultarse en el cáliz de la rosa.
VIII
¡De la sombra y el fuego al claroscuro
brotaban perspectivas espantosas,
y me hacía el efecto de un conjuro
al reverberar en cada muro
de las sombras las danzas misteriosas!…
¡La joven que acostada traslucía
con su aspecto ideal, su aire sencillo,
y que, más que mujer, me parecía
un ángel de Rafael o de Murillo!
¡Sus manos por las venas serpenteadas
que la fiebre abultaba y encendía,
hermosas manos, que a tener cruzadas
por la oración habitual tendía…
¡sus ojos, siempre abiertos, aunque a oscuras,
mirando al mundo de las cosas puras!
¡su blanca faz de palidez cubierta!
¡Aquel cuerpo a que daban sus posturas
la celestial fijeza de una muerta!…
Las fajas tenebrosas
del techo, que irradiaba tristemente
aquella luz de cueva submarina;
y esa continua sucesión de cosas
que así en el corazón como en la mente
acaban por formar una neblina!…
¡Del tren expreso la infernal balumba!…
¡La claridad de cueva que salía
del techo de aquel coche, que tenía
la forma de la tapa de una tumba!…
¡La visión triste y bella
de sublime concierto
de todo aquel horrible desconcierto,
me hacía traslucir en torno de ella
algo vivo rondando un algo muerto!
IX
De pronto, atronadora,
entre un humo que surcan llamaradas,
despide la feroz locomotora
un torrente de notas aflautadas,
para anunciar, al despertar la aurora,
una estación que en feria convertía
el vulgo con su eterna gritería,
la cual, susurradora y esplendente,
con las luces del gas brillaba enfrente;
y al llegar, un gemido
lanzando prolongado y lastimero,
el tren en la estación entró seguido
cual si entrase un reptil a su agujero.
Canto segundo: el día
I
Y continuando la infeliz historia,
que aún vaga como un sueño en mi memoria,
veo al fin, a la luz de la alborada,
que el rubio de oro de su pelo brilla
cual la paja de trigo calcinada
por agosto en los campos de Castilla.
Y con semblante cariñoso y serio,
y una expresión del todo religiosa,
como llevando a cabo algún misterio,
después de un «¡Ay, Dios mío!»
me dijo, señalando un cementerio:
«¡Los que duermen allí no tienen frío!»
II
El humo, en ondulante movimiento,
dividiéndose a un lado y a otro lado,
se tiende por el viento
cual la crin de un caballo desbocado.
ayer era otra fauna, hoy otra flora;
verdura y aridez, calor y frío;
andar tantos kilómetros por hora
causa al alma el mareo del vacío;
pues salvando el abismo, el llano, el monte.
con un ciego correr que al rayo excede,
en loco desvarío
sucede un horizonte a otro horizonte
y una estación a otra estación sucede.
III
Más ciego cada vez por su hermosura
de la mujer aquella,
al fin la hablé con la mayor ternura,
a pesar de mis muchos desengaños;
porque al viajar en tren con una bella
va, aunque un poco al azar y a la ventura,
muy deprisa el amor a los treinta años.
Y «¿Adónde vais ahora?»,
pregunté a la viajera.
«Marcho, olvidada por mi amor primero»,
me respondió sincera,
«a esperar el olvido un año entero.»
«Pero, ¿y después?», le pregunté, «señora?»
«Después», me contestó, «¡lo que Dios quiera!»
IV
Y porque así sus penas distraía,
las mías le conté con alegría
y un cuento amontoné sobre otro cuento,
mientras ella, abstrayéndose, veía
las gradaciones de color que hacía
la luz descomponiéndose en el viento.
Y haciendo yo castillos en el aire,
o, como dicen ellos, en España,
la referí, no sé si con donaire,
cuentos de Homero y de Maricastaña.
En mis cuadros risueños,
pintando mucho amor y mucha pena,
como el que tiene la cabeza llena
de heroínas francesas y de ensueños,
había cada llama
capaz de poner fuego al mundo entero;
y no faltaba nunca un caballero
que, por gustar solícito a su dama,
la sirviese, siendo héroe, de escudero.
Y ya de un nuevo amor en los umbrales,
cual si fuese el aliento nuestro idioma,
más bien que con la voz, con las señales,
esta verdad tan grande como un templo
la convertí en axioma:
que para dos que se aman tiernamente,
ella y yo, por ejemplo,
es cosa ya olvidada por sabida
que un árbol, una piedra y una fuente
pueden ser el edén de nuestra vida.
V
Como en amor es credo,
o artículo de fe que yo proclamo,
que en este mundo de pasión y olvido,
o se oye conjugar el verbo te amo,
o la vida mejor no importa un bledo;
aunque entonces, como hombre arrepentido,
al ver una mujer me daba miedo,
más bien desesperado que atrevido,
«Y ¿un nuevo amor», le pregunté amoroso,
«no os haría olvidar viejos amores?»
Mas ella, sin dar tregua a sus dolores,
contestó con acento cariñoso:
«La tierra está cansada de dar flores;
necesito algún año de reposo.»
VI
Marcha el tren tan seguido, tan seguido,
como aquel que patina por el hielo,
y en confusión extraña,
parecen, confundidos tierra y cielo,
monte la nube, y nube la montaña,
pues cruza de horizonte en horizonte
por la cumbre y el llano,
ya la cresta granítica de un monte,
ya la elástica turba del pantano;
ya entrando por el hueco
de algún túnel que horada las montañas,
a cada horrible grito
que lanzando va el tren, responde el eco,
y hace vibrar los muros de granito,
estremeciendo al mundo en sus entrañas;
y dejando aquí un pozo, allí una sierra,
nubes arriba, movimiento abajo,
en laberinto tal, cuesta trabajo
creer en la existencia de la tierra.
VII
Las cosas que miramos
se vuelven hacia atrás en el instante
que nosotros pasamos;
y, conforme va el tren hacia adelante,
parece que desandan lo que andamos;
y a sus puestos volviéndose, huyen y huyen
en raudo movimiento
los postes del telégrafo, clavados
en fila a los costados del camino,
y, como gota a gota, fluyen, fluyen,
uno, dos, tres y cuatro, veinte y ciento,
y formando confuso y ceniciento
el humo con luz un remolino,
no distinguen los ojos deslumbrados
si aquello es sueño, tromba o torbellino.
VIII
¡Oh mil veces bendita
la inmensa fuerza de la mente humana
que así el ramblizo como el monte allana,
y al mundo echando su nivel, lo mismo
los picos de las rocas decapita
que levanta la tierra,
formando un terraplén sobre un abismo
que llena con pedazos de una sierra!
¡Dignas son, vive dios, estas hazañas,
no conocidas antes,
del poderoso anhelo
de los grandes gigantes
que, en su ambición, para escalar el cielo
un tiempo amontonaron las montañas!
IX
Corría en tanto el tren con tal premura
que el monte abandonó por la ladera,
la colina dejó por la llanura,
y la llanura, en fin, por la ribera;
y al descender a un llano,
sitio infeliz de la estación postrera,
le dije con amor: «¿Sería en vano
que amaros pretendiera?
¿Sería como un niño que quisiera
alcanzar a la luna con la mano?»
Y contestó con lívido semblante:
«No sé lo que seré más adelante,
cuando ya soy vuestra mejor amiga.
Yo me llamo Constancia y soy constante;
¿qué más queréis», me preguntó, «que os diga?».
Y, bajando el andén, de angustia llena,
con prudencia fingió que distraía
su inconsolable pena
con la gente que entraba y que salía,
pues la estación del pueblo parecía
la loca dispersión de una colmena.
X
Y con dolor profundo,
mirándome a la faz, desencajada
cual mira a su doctor un moribundo,
siguió: «Yo os juro, cual mujer honrada,
que el hombre que me dio con tanto celo
un poco de valor contra el engaño,
o aquí me encontrará dentro de un año,
o allí…», me dijo, señalando el cielo.
Y enjugando después con el pañuelo
algo de espuma de color de rosa
que asomaba a sus labios amarillos,
el tren (cual la serpiente que, escamosa,
queriendo hacer que marcha, y no marchando,
ni marcha ni reposa)
mueve y remueve, ondeando y más ondeando,
de su cuerpo flexible los anillos;
y al tiempo en que ella y yo, la mano alzando,
volvimos, saludando, la cabeza,
la máquina un incendio vomitando,
grande en su horror y horrible en su belleza,
el tren llevó hacia sí pieza por pieza,
vibró con furia y lo arrastró silbando.
Canto tercero: el crepúsculo
I
Cuando un año después, hora por hora,
hacia Francia volvía
echando alegre sobre el cuerpo mío
mi manta de alamares de Zamora,
porque a un tiempo sentía,
como el año anterior, día por día,
mucho amor, mucho viento y mucho frío,
al minuto final del año entero
a la cita acudí cual caballero
que va alumbrando por su buena estrella;
mas al llegar a la estación aquella
que no quiero nombrar, porque no quiero,
una tos de ataúd sonó a mi lado,
que salía del pecho de una anciana
con cara de dolor y negro traje.
Me vio, gimió, lloró, corrió a mi lado,
y echándome un papel por la ventana:
«Tomad», me dijo, «y continuad el viaje».
y cual si fuese una hechicera vana
que después de un conjuro, en la alta noche
quedase entre la sombra confundida,
la mujer, más que vieja, envejecida,
de mi presencia huyó con ligereza
cual niebla entre la luz desvanecida,
al punto en que, llegando con presteza
echó por la ventana de mi coche
esta carta tan llena de tristeza,
que he leído más veces en mi vida
que cabellos contiene mi cabeza.
II
«Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros,
cuenta os dará de la memoria mía.
Aquel fantasma soy que, por gustaros,
juró estar viva a vuestro lado un día.
»Cuando lleve esta carta a vuestro oído
el eco de mi amor y mis dolores,
el cuerpo en que mi espíritu ha vivido
ya durmiendo estará bajo las flores.
»Por no dar fin a la ventura mía,
la escribo larga… casi interminable…
¡Mi agonía es la bárbara agonía
del que quiere evitar lo inevitable!
»Hundiéndose al morir sobre mi frente
el palacio ideal de mi quimera,
de todo mi pasado, solamente
esta pena que os doy borrar quisiera.
»Me rebelo a morir, pero es preciso…
¡El triste vive y el dichoso muere!…
¡Cuando quise morir, dios no lo quiso;
hoy que quiero vivir, Dios no lo quiere!
»¡Os amo, sí! Dejadme que habladora
me repita esta voz tan repetida;
que las cosas más íntimas ahora
se escapan de mis labios con mi vida.
»Hasta furiosa, a mí que ya no existo,
la idea de los celos me importuna;
¡juradme que esos ojos que me han visto
nunca el rostro verán de otra ninguna!
»Y si aquella mujer de aquella historia
vuelve a formar de nuevo vuestro encanto,
aunque os ame, gemid en mi memoria;
¡yo os hubiera también amado tanto!…
»Mas tal vez allá arriba nos veremos,
después de esta existencia pasajera,
cuando los dos, como en le tren, lleguemos
de vuestra vida a la estación postrera.
»¡Ya me siento morir!… El cielo os guarde.
Cuidad, siempre que nazca o muera el día,
de mirar al lucero de la tarde,
esa estrella que siempre ha sido mía.
»Pues yo desde ella os estaré mirando;
y como el bien con la virtud se labra,
para verme mejor, yo haré, rezando,
que Dios de par en par el cielo os abra.
»¡Nunca olvidéis a esta infeliz amante
que os cita, cuando os deja, para el cielo!
¡Si es verdad que me amásteis un instante,
llorad, porque eso sirve de consuelo!…
»¡Oh Padre de las almas pecadoras!
¡Conceded el perdón al alma mía!
¡Amé mucho, Señor, y muchas horas;
mas sufrí por más tiempo todavía!
»¡Adiós, adiós! Como hablo delirando,
no sé decir lo que deciros quiero.
Yo sólo sé de mí que estoy llorando,
que sufro, que os amaba y que me muero.»
III
Al ver de esta manera
trocado el curso de mi vida entera
en un sueño tan breve,
de pronto se quedó, de negro que era,
mi cabello más blanco que la nieve.
De dolor traspasado
por la más grande herida
que a un corazón jamás ha destrozado
en la inmensa batalla de la vida,
ahogado de tristeza,
a la anciana busqué desesperado;
mas fue esperanza vana,
pues, lo mismo que un ciego, deslumbrado,
ni pude ver la anciana,
ni respirar del aire la pureza,
por más que abrí cien veces la ventana
decidido a tirarme de cabeza.
Cuando, por fin, sintiéndome agobiado
de mi desdicha al peso
y encerrado en el coche maldecía
como si fuese en el infierno preso,
al año de venir, día por día,
con mi grande inquietud y poco seso,
sin alma y como inútil mercancía,
me volvió hasta Paris el tren expreso.