Elegía de Enrique Molina

Esos cuerpos que alguna vez latieron en mis brazos
cuando el sol era un lento reverbero en su piel,
cuando sus cabelleras se volcaban como oleadas de fiebre y de nostalgia,
ahora perduran sólo como una vibración
o una angustia indeleble en el fondo del alma
mientras va la gaviota por las playas.
Relucen ya tan lejos llenos de tentaciones desesperadas,
se irisan en la espuma del mar,
llaman con el recuerdo de su piel y su aliento
y vuelven a hechizarnos como lagos dormidos
o tibias sombras prisioneras de la tierra.

Fueron cuanto tuvimos de más ardiente y hondo
-los dones más intensos de este mundo-,
arrasaron al corazón con las más altas llamas
hasta dejarnos en un ciego abandono
a orillas de su huella de brasas invisibles.

Cuerpos enamorados que una vez fueron míos,
palpitando con sus tiernas reverberaciones,
con la inolvidable tersura de sus espaldas
y sus bocas ansiosas, sus muslos de esplendor y mediodía.

Así abrieron de par en par el mundo,
llamaron a la tormenta y al relámpago, se deslizaron
por todos los rituales de la pasión,
y fueron arrastrados por la vorágine de los días
hasta perderse silenciosamente
como todos los dones más altos de esta vida
en el voraz horizonte donde nos extraviamos como niños errantes,
como todas las dádivas para siempre fugaces
que el azar y el destino nos dieron un instante.

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