A Miriam
Recuerdas aquel tiempo en que oler una rosa,
una rosa tan sólo, ni siquiera perfecta,
te arrancaba las lágrimas? Te acercabas despacio
al rosal preferido y, a resguardo del mundo,
como quien lleva dentro el tesoro más hondo
podías estar horas a su lado esperando
sin atreverte apenas a confesar tu dicha,
sabedor de que nadie te igualaba en fortuna.
Ibas buscando ávido los temblores simbólicos,
la estrella que caía de lo negro en lo negro,
o sus ojos oscuros o el ruido que en la noche
trenzaban los insectos en el astro bombilla
mientras de la majada volvían los acordes
truncos de las esquilas a su caja de música,
todo lo que temblando nacía o se acostaba.
Mientras atardecía ibais por las callejas.
¿Recuerdas el olor del hinojo y la menta?
¿Recuerdas que decías «como puñal lo noto
que me abrasara aquí», y el vientre señalabas?
Apenas si podíais articular palabra
por temor a estropear aquellos sentimientos
nombrándolos en alto, y habríais escogido
disolveros entonces en el aire anisado,
conscientes de que nunca estaríais tan cerca.
Cuando pienso que yo de joven cultivaba
momentos melancólicos cual gusanos de seda,
qué lejos me encontraba de sospechar que alguno
nacería deforme y me devoraría
justo cuando añorase la alegría de entonces,
la juventud perdida, aquel sutil talento
para hablar de la muerte al tiempo que llenaba
de caricias un cuerpo ceñido por la gracia.
Quién podía decirte que aquellas que trenzabas
guirnaldas primitivas se te marchitarían
tan pronto entre las manos. Hablabas de finales,
de viejos caserones y de ruinosas casas,
de sonidos oscuros y nidos de otro tiempo,
de calles provinciales y sonatas de Czerny,
pero eran entonces palabras solamente,
la muerte y la desdicha palabras nada más,
como lo fueran sombra, ruiseñor o ciprés.
Han pasado los años y ya nada es igual.
A tu rosal el tiempo le dio un tronco leñoso,
pero sus rosas siempre en cada primavera
vuelven a florecer. Sólo tú te haces viejo
de veras, sólo tú has oído hace un rato
delante de esa rosa un silencio inhumano
y has sentido miedo, y te has puesto a llorar,
no lágrimas estéticas como aquellas antiguas,
sino un lloro dañino, pues todo cuanto entonces
pensabas que sería como ruina armoniosa,
con su bonita yedra y su viejo jardín,
no es más que un trozo informe de mineral silencio,
el dolor de ser piedra suelta por un camino.